1.- Un cambio de paradigma
Hoy somos los herederos de un cambio fundamental en el campo del tratamiento terapéutico. La psicoterapia ha podido afirmarse como una disciplina autónoma gracias a ese cambio. En el espacio de un siglo, la tradición de la psicología clínica ha consolidado la idea de que en la relación entre el que sufre y el que cuida entran en juego sentimientos profundos, energías afectivas, expectativas y disposiciones recíprocas de las que dependen la calidad y el resultado de la relación misma.
Es lo que Freud comenzó a desvelar con su genio de innovador, liberando a la relación terapéutica de la neutralidad ascética y de la objetividad del paradigma médico. El espacio de la relación es el de las investiduras recíprocas, de las identificaciones y las proyecciones, cuyos mecanismos y descripción han sido objeto de tanta atención de parte del psicoanálisis. Subrayando el papel central de la relación en el tratamiento terapéutico, Freud ha desplazado la clínica fuera del paradigma positivista de la ciencia moderna. Pero en la tentativa de definir las leyes “objetivas” de la relación en sí misma, quedó prisionero de ese paradigma y de la cultura de su tiempo.
Esto, sin embargo, no puede impedirnos reconocer el alcance de ese cambio. A partir de ese cambio de dirección, la clínica ha comenzado a reencontrar su dimensión humana y ha podido restablecer un lazo con lo que las culturas llamadas tradicionales habían enseñado desde siempre: es decir, que solamente lo que ocurre entre el que sufre y el que cuida es lo que ayuda a superar el sufrimiento.
Hoy muchos utilizan el lenguaje, todavía dominante, de transferencia y contratransferencia, o bien hacen referencia a numerosas variaciones propuestas recientemente, en particular sobre el tema de la contratransferencia, a través del gran trabajo conceptual y práctico que lleva adelante el psicoanálisis contemporáneo; otros, incluso, buscan nuevos lenguajes para expresar el paso que marca la salida definitiva de la clínica en relación con el universo positivista.
En todo caso, cualquiera que sea el lenguaje utilizado, el espacio de la relación terapéutica constituye hoy un objeto de reflexión o de investigación que concierne a toda la psicología clínica en cuanto tal. Con este espacio es con el que todas las orientaciones psicoterapéuticas deben, de diversas formas, medirse. Su definición, la individuación de las dimensiones y de los procesos que la caracterizan, abren perspectivas estimulantes para la investigación y para la práctica clínica. Las cuestiones que nos planteamos hoy van más allá de la herencia psicoanalítica e implican el reconocimiento de otro cambio: aquel que hace de la relación terapéutica una experiencia humana dotada de sentido para los dos sujetos que participan en ella. La Terapia Gestalt se sitúa plenamente en el interior de este cambio y ha acelerado ya su realización con su teoría y con su práctica.
A este campo de reflexión quiero contribuir atrayendo la atención sobre un aspecto que mi práctica de la Gestalt en el Centro Alia de Milán (Italia) me ha ayudado a desvelar y que ha llegado a ser para mí una clave fundamental de la relación terapéutica: quiero hablar del hecho de que
Una persona que pide ser ayudada y una persona que ayuda se constituyen como un campo de experiencia perceptiva y sensorial en una primera fase, y que las dos contribuyen a construir.
El encuentro tan particular entre dos personas en situación terapéutica pone en juego, ciertamente, de una parte y de otra fantasías, imágenes, sentimientos y pensamientos. Pero todos estos niveles de la “vida mental” son vividos y experimentados a través de la percepción corporal; son “padecidos”(probados) en el sentido literal del término, que no tiene en absoluto las connotaciones negativas de nuestra lengua corriente: patior, en latín, y pathos, en griego, significan en su origen una intensidad particular del “sentir”. En un encuentro entre seres humanos, cada uno de los dos “padece” la relación a través de una percepción inmediata de proximidad o de distancia, de atracción o de repulsión, de posibilidad o de imposibilidad de contacto. Cada uno “siente” la relación con el otro a través de señales que se manifiestan en el cuerpo y a través de una percepción global de la cualidad del encuentro, una cualidad sensorial que puede ser definida de forma aproximada como “color” o “tonalidad” de la relación.
Proximidad y distancia son, pues, experiencias de simpatía y de antipatía en sentido literal, formas de sentir la relación que nos colocan, respectivamente en consonancia o en disonancia con el otro. Naturalmente, en el eje que une estos dos polos extremos se pueden encontrar todos los estadios intermedios y toda la gama de matices. En estas páginas me ocuparé, por tanto, de este aspecto de la relación terapéutica y de la manera en que proximidad y distancia, como percepciones inmediatas y globales, pueden convertirse en instrumentos conscientes del trabajo de ayuda.
2.- Impresiones
Cada terapeuta y cada paciente, si hablara de su primera entrevista y de las siguientes, podría atestiguar que ha experimentado “impresiones” inmediatas en relación con el otro, como por ejemplo, una sensación natural de bienestar o de fastidio, de irritación, de calma, de desconfianza… La “impresión” no indica solamente una construcción mental, sino que corresponde a la experiencia directa de lo que esa palabra indica en sentido literal: algo que “se imprime” en el cuerpo, alguna cosa del otro que deja una marca sobre nosotros, alguna cosa de nosotros que “marca” el cuerpo del otro.
Simpatía y antipatía indican para mí, mucho más allá del sentido corriente de esos términos, los polos de ese continuum experiencial sobre el que se sitúan todas las posibilidades concretas del encuentro: sentir-con, sentir próximo, sentirse atraído por, o sentirse en oposición, sentirse distante, sentirse rechazado por. Antes incluso de transformarse en pensamientos y emociones, y frecuentemente más allá de intenciones conscientes, estas experiencias son sensaciones “padecidas” en el cuerpo (o “gozadas” en el cuerpo, visto que el verbo actual no ha conservado de los equivalentes griego y latino más que la connotación negativa); “sentidas” en el cuerpo, diría yo más simplemente. Esta experiencia inmediata o global surge de forma simultánea en los dos participantes de la relación y caracteriza la tonalidad emocional e influye de forma significativa en la cualidad de los intercambios conscientes.
Este “color” de la experiencia, cualquiera que sea, se manifiesta a nivel corporal, y lejos de ser un obstáculo para el encuentro, constituye el terreno sobre el que se apoyan continuamente las dimensiones más visibles y más elaboradas de la interacción (emocionales, lingüísticas, expresivas). Definida de esta forma, la experiencia de simpatía y/o de antipatía se desarrolla permanentemente entre terapeuta y paciente: esta cualidad de proximidad o de distancia, con todas las posibilidades intermedias que la caracterizan, es la resultante de un campo de datos perceptivos (visuales, auditivos, olfativos, propioceptivos) en el cual los sujetos están inmersos, y que se seleccionan y se recogen en el aquí y ahora para formar esta Gestalt que nos hace sentir más o menos cerca de una persona.
Así se construye esta connotación global de la experiencia que se encuentra realizada a nivel sensorial, este “color” o “atmósfera” que da una orientación particular a las emociones y a los pensamientos (una orientación positiva o negativa, estática o dinámica, eufórica o depresiva). Gracias a esta impresión inmediata, podemos decir a continuación que alguien “nos anima” o “nos deprime”, “nos emociona” o “nos deja indiferente”, “nos agita”, “nos cautiva”, y así sucesivamente.
3. Un cuerpo vivo
Partiendo de la observación clínica, y sin la pretensión de dar aquí un cuadro completo, voy a indicar ahora algunos de los niveles de percepción que están implicados en ese proceso de construcción del campo relacional.
Podemos imaginar la relación como un espacio habitado por una red de percepciones que conciernen a los dos sujetos y que suministran las informaciones a partir de las cuales ellos elaborarán sentimientos, pensamientos y conjeturas.
El simple hecho de ver hace ya presente a los interlocutores una enorme cantidad de elementos, diferentes de los que suministra el intercambio verbal, y que se añaden al bagaje de los datos aportados por la palabra y sus variaciones (silencio, ritmo, elementos paraverbales). Cada uno de nosotros sabe que la posición de la cabeza, la expresión de la cara, la postura de una persona nos hablan y contribuyen a la construcción de un “clima” relacional. Del mismo modo, la forma del movimiento, su cualidad, su ritmo son elementos elocuentes que introducen informaciones en el campo de la relación, confirman los datos que recibimos de otras fuentes o bien los desmienten y, en todo caso, los enriquecen de sentido y de matices particulares.
Sobre estos aspectos se desarrolla hoy la atención clínica en el seno de muchos enfoques terapéuticos, incluso con el riesgo, frecuente, de transformarlas “comunicaciones no verbales” en un puro inventario técnico y no en una dimensión de la experiencia vivida por los sujetos. Una respiración oprimida o distendida, lágrimas o risas, olores singulares que acompañan a las personas, no son solamente manifestaciones comunicativas, la expresión de mensajes que cada uno envía al otro. En Terapia Gestalt, todo lo anterior son también los elementos de un campo interactivo que cada uno de los interlocutores contribuye a construir, incluso cuando se está en un grado de consciencia diferente. Las señales del cuerpo son también las impresiones que cada uno produce sobre el otro y, en este sentido, pueden llegar a ser para el terapeuta instrumentos conscientes de relación.
Esta impresión, cuando el terapeuta la hace consciente y la reconoce, le ofrece la posibilidad de situarse en la relación, aproximarse o alejarse. Estar de frente, de lado, próximo, lejano, acercase, alejarse, en Gestalt no son sólo metáforas, sino posturas, movimientos, orientaciones en el espacio, formas de construir la sesión que hacen explícita y experimentable la cualidad de la relación.
Para el terapeuta gestáltico, saber acoger las señales anejas y reconocerlas de su propio cuerpo no puede ser solamente el resultado de una competencia técnica, sino también el efecto de una implicación directa, de una capacidad de presencia que se elabora en el interior de toda relación específica, en ese espacio particular o en ese tiempo único que hacen de cada encuentro una experiencia. Asumiendo conscientemente su propia proximidad o su propia distancia, su propia simpatía o antipatía, y dándoles físicamente la posibilidad de experimentarse en el espacio-tiempo del encuentro, el terapeuta ayuda al otro a encontrar, a su vez, su propio sitio.
En el trabajo de formación, los alumnos terapeutas aprenden en el curso de su entrenamiento a utilizar conscientemente su “sentir”, a través de la toma de conciencia y el ejercicio de los canales de percepción, la atención a los mensajes propioceptivos y a las dimensiones ligadas a los movimientos y al entorno. El terapeuta está así capacitado para reconocer la cualidad “sensorial”del encuentro, ese punto particular sobre el eje simpatía/antipatía donde él se coloca en un momento dado con relación a su interlocutor.
4.- Sim-patía / Anti-patía
Esta capacidad para colocarse y para reconocer su funcionamiento en la construcción del campo, constituye la competencia específica del terapeuta y es su contribución auténtica de ayuda a la relación. En efecto, haciendo explícita su posición de proximidad o de distancia, por las formas y las modalidades que cada tipo de relación permite, el terapeuta puede ayudar al otro a situarse a su vez de forma real en la relación. Es decir, que puede ayudar al paciente a asumir progresivamente sus responsabilidades en la construcción del campo relacional, abandonando poco a poco las formas precedentes que están en la base del malestar que ha conducido al paciente a la terapia.
La relación real, es decir, construida conscientemente colocándose en su exacto lugar y “sintiéndose” en su justo sitio, substituye así en la progresión de la terapia las formas “patológicas” de la relación misma; es decir, aquéllas en las que se niega, o se rechaza, se anula la alteridad, aquéllas en las que la alteridad es fantaseada o vivida como insostenible.
La capacidad del terapeuta de estar presente y de situarse poco a poco en la distancia que su sensación le autoriza, favorece así la posibilidad para el paciente de ponerse conscientemente en su sitio, de “sentir” a su vez; es decir, de asumir de forma explícita su modo de “padecer” la relación. El paciente aprende a reconocer lo que experimenta, no sólo a través de la experiencia inmediata de su propio “padecer” (pathia) (sim-, anti-, y ¡todos los escalones intermedios entre esos dos polos!). Así podrá él, poco a poco, dar lugar a la difícil experiencia de ser y de ser con.
La competencia del terapeuta consiste justamente en su capacidad de graduar esta forma de intervención en el curso del camino recorrido con él. El ajuste creador de la proximidad-distancia “sentida” por lo dos interlocutores acompaña todas las transformaciones y los ajustes de la relación.
Para el terapeuta, es ésta la verdadera experiencia del amor: la posibilidad ofrecida al paciente, y construida con él, de experimentar un proceso desde la dependencia a la autonomía. El amor, en la relación terapéutica, es siempre y solamente el amor por la libertad del otro.
Por eso es por lo que el terapeuta no teme la distancia, busca la simpatía, aunque tenga el valor de recorrer con el paciente los territorios difíciles de la antipatía.
5.- El grupo como crisálida
Este modo de relación, en mi práctica de la Gestalt, se verifica lo mismo en la relación de individuo a individuo que en el grupo. El contenido de mis propuestas hasta aquí se ha referido en particular a la relación dual; por eso yo quisiera dedicar la última parte de este artículo a la práctica de grupo, tanto si es terapéutica, formadora o de supervisión.
En nuestro tiempo, nos pasamos la vida en grupos. En familia, en el trabajo, en nuestro tiempo libre participamos en grupos, pasamos de un grupo a otro, entramos en grupos ya constituidos, quizá los constituimos nosotros mismos. El grupo es un recurso extraordinario pero también una exigencia que no podemos eludir. Así es como podemos, en los grupos, gracias a los grupos, aprender a vivir.
En Terapia Gestalt, el grupo es un momento esencial del proceso terapéutico, pero es solamente un polo del movimiento entre “dentro” y “fuera”, entre uno mismo y los otros, entre proximidad y distancia. Adquiere sentido cuando está en relación con el otro polo, el de la psicoterapia individual, en la cual la persona se confronta con el tiempo y el espacio de su propia unicidad. En nuestra práctica, hay generalmente dos formas de entrar en un grupo terapéutico. En el primer caso, el grupo es la ocasión de una toma de contacto inicial, con vistas a una psicoterapia individual. Un espacio de exploración, curiosa y circunspecta, una forma de conocer y de poner a prueba a uno mismo o al terapeuta, o, lo más frecuente, ambos. El grupo es entonces una especie de introducción realista a los misterios, a los ritos del proceso terapéutico: ayuda a disolver la construcción imaginaria que el sujeto ha elaborado en sí mismo y da, por contraposición, consistencia a la figura del terapeuta, a las técnicas utilizadas, a la forma de relación.
Pasando de las expectativas y de los miedos largamente fantaseados a la experiencia, de las palabras leídas o escuchadas al encuentro cara a cara, la persona puede mirarse y mirar, puede decidir y asumir la responsabilidad de las dudas, del malestar, de las esperanzas que le han conducido a establecer el primer contacto. El grupo da miedo, pero también protege, crea ese filtro que permite el acceso progresivo al espacio interior, facilita el reconocerse con los otros y hace descubrir que los problemas humanos son siempre comunes. Después de este contacto introductorio, cuando llega la elección de comenzar una terapia individual, se puede decir que esa elección constituye ya una parte del camino, algunas veces incluso la más importante. Justamente porque tiene un papel tan delicado es por lo que este acceso al grupo siempre está precedido, en nuestra práctica, de una entrevista clínica individual.
Otra manera de utilizar el grupo, y para nosotros la más frecuente ahora, es proponer sesiones residenciales (en grupo) a personas que están ya implicadas en un proceso terapéutico individual. En un cierto momento del recorrido, no siempre fácil, que lleva a la consciencia, cuando los sufrimientos y los problemas que han empujado a la persona a la terapia comienzan a cambiar de sentido, cuando la transformación no es solamente una desconocida y es ya más una esperanza, se hace posible entrar en el espacio común e intercambiar con los demás sus propias dificultades y descubrimientos.
El grupo funciona entonces como un espacio para poner a prueba las pequeñas conquistas, para medir el riesgo de dar nuevos pasos, para afrontar progresivamente y con respeto los miedos más arraigados.
En fin, el grupo ocupa un lugar central en nuestra práctica de formación. A través del grupo, los alumnos que quieren formarse en Terapia Gestalt son invitados a explorar sus motivaciones, a vivir su implicación afectiva, a confrontar las dificultades y los recursos de su práctica profesional. El grupo es, en este caso, laboratorio y espejo, lugar de experiencia y de reflexión, límite para la disciplina que el aprendizaje exige y resorte para la autonomía a la cual la formación debe preparar.
Pero ¿cómo traducir en palabras las mil y una facetas, las innumerables solicitudes que la experiencia del grupo produce? A riesgo de repetir lo que ha sido ya dicho y escrito…
Entro y les encuentro allí, en círculo. Los asientos que se han dispuesto con anterioridad han diseñado la forma y el espacio. Se han agrupado en un lado, lo más lejos posible del lugar donde ellos imaginan que yo me voy a sentar. Pero en lugar de eso, voy a instalarme en el único asiento libre que queda entre otros dos asientos situados en la zona ocupada del círculo. Mis vecinos se agitan un poco, me envían sonrisas intimidadas, se resignan a tenerme a tan corta distancia. Los últimos participantes llegan entonces y se van a sentar en los asientos libres. El círculo está completo. Hago circular mi mirada y, como si fuera la primera vez, siento el mismo asombro, la misma cálida emoción, mezcla de atracción y de miedo.
¿Cuántas veces me he sentado para conducir un grupo? ¿Y cuántas veces me he encontrado en el círculo topando con la mirada del que conducía el grupo? Ya no me acuerdo, pero sí recuerdo la sorpresa y la magia que el grupo ejerce sobre mí.
Una especie particular de silencio, absorto y denso, hace de este momento el espejo de todos los umbrales. Suspensión en el tiempo antes de entrar más adentro. Después de las palabras, de las cortesías, de las miradas abiertas o furtivas, de colocarse bien en el sitio, del ruido de los cuerpos y los objetos, cae de golpe ese silencio, ese conglomerado instantáneo de todos los pensamientos y de todos los gestos, ese vacío y esa plenitud en acto. Estamos allí, todos y cada uno, y el círculo nos contiene, ese círculo que formamos nosotros mismos. El círculo hace de nosotros un grupo, pero quizá no lo sabemos todavía. El círculo o grupo es el crisálida que nos hará nacer.
Todo el mundo tiene la tendencia de no llevar al grupo más que una parte de sí mismo. Estar en un grupo quiere decir, normalmente, hacer coincidir sólo la parte que estamos dispuestos a poner en juego y a presentar: el conflicto o la armonía, el miedo o la desconfianza, la enfermedad o su negación, el rol, el poder, la fantasía, el juego.
Todo el resto queda en la línea del fondo, quizá conscientemente escondido o mantenido allá, quizá confusamente negado, rechazado, aplastado. El grupo está ahí y nos permite escondernos en él, con nuestra pequeña brizna de vida, con toda la potencia inexpresada de nuestra presencia. Está ahí, delante de nosotros, fuera de nosotros y ante nosotros, extraño y acogedor al mismo tiempo. Nos hacemos en él un nido, camuflados por el hecho de estar entre tantos otros.
Yo digo pocas palabras, un poco por seguir el rito y un poco para liberar mis ansiedades. Después les invito a hablar, a decir lo que les ha traído hasta aquí, qué cuestiones, qué rutas les han guiado. De algunos, ya lo sé; de otros, sólo el cuerpo me lo ha dicho ya. Ahora estallan las palabras, distantes o próximas, rítmicas y equilibradas o discontinuas, palabras y cuerpos en disonancia o en armonía.
Nuestro papel en el grupo llega muy pronto a sus límites, revela su inadecuación, nos manifiesta los límites del juego desarrollado hasta entonces, se confronta a otros roles. Estamos incómodos, a ratos el suelo se hunde bajo nuestros pies y tememos que nuestra sólida fachada se desmorone, después de lo bien construida que parecía. ¿Tendremos fuerza para reconstruirla?
Hay algunos que están dispuestos a ir más allá de las palabras que ya se han dicho, para otros el esfuerzo ya ha sido demasiado grande; se retiran y se callan. Podrán quedarse con nosotros o alejarse y volver más tarde, cuando quieran de nuevo ser parte activa. El grupo permanece.
El grupo continúa conteniendo y guardando la necesidad de acercarse o de retirarse, y también el ritmo de la maduración. El grupo, en mi práctica de la Terapia Gestalt, no impone en absoluto las reglas de la comunicación, pero acoge la dinámica del cambio y de la parada: hace vivir las etapas penosas y exaltantes, la confusión del miedo y la iluminación de la consciencia.
Y así es como el movimiento físico de la retirada, el espacio aislado que todo individuo puede fabricarse en el interior del espacio común, permite la lenta acumulación de los caminos, los ritmos variables de la simpatía y de la antipatía. Hasta el nacimiento, si es que es de nacer de lo que la persona tiene necesidad.
Notas:
- Traducido del italiano al francés por Nathalie Serero.
- Este artículo ha sido traducido en el Centro de Terapia y Psicología de Madrid por María Cruz García de Enterría en 1996, de la versión francesa publicada en Gestalt, Revue de la Société Française de Gestalt, núm. 8, 1995, pp. 87-97
- Alberti Mellucci: Psicoterapeuta y formador, es profesor de Sociología y de Psicología Clínica en laUniversidad de Milán y co-director del Centro Alia [“Otra vía”]
- Imagen de Wolfgang Staudt, vía Flickr
Datos para citar este artículo:
Mellucci, Alberti. (2014). La relación terapéutica Gestalt como experiencia. Boletín de Consultorio Psicológico Condesa, 7(1). https://psicologos.mx/relacion-terapeutica-como-experiencia/.
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