Libro de Wilhelm Reich: “Escucha, pequeño hombrecito”
Te llaman “pequeño hombrecito”, “hombre común” y por lo que dicen, comenzó tu era, la “Era del hombre común”. Pero no eres tú quien lo dice, pequeño hombrecito, son ellos: los vicepresidentes de las grandes naciones, los importantes dirigentes del proletariado, los arrepentidos hijos de la burguesía, los hombres de Estado y los filósofos. Te dan un futuro, pero no te preguntan por el pasado.
Tú eres heredero de un terrible pasado, tu herencia te quema las manos, esto es lo que tengo para decirte. La verdad es que todos: el médico, el zapatero, el mecánico o el educador que quieren trabajar y ganar su pan, deben conocer sus limitaciones.
Hace algunas décadas, tú, pequeño hombrecito, comenzaste a penetrar en el gobierno de la Tierra; el futuro de la raza humana depende, a partir de ahora, de la manera como pienses y actúes. Pero ni tus maestros ni tus señores te dicen cómo eres y piensas realmente, nadie osa dirigirte la única crítica que te podría convertir en el inquebrantable señor de tu destino.
Apenas eres “libre” en un sentido: libre de la autocrítica que te permitiría conducir tu vida como tú quisieras. Nunca te escuché quejarte y decir: “ustedes me promueven a ser futuro señor de mí mismo y de mi mundo, pero no me dicen cómo hacerlo y no me señalan errores en lo que pienso y hago”.
Dejas que los hombres en el poder lo asuman en tu nombre, pero tú permaneces callado. Confieres a los hombres que detentan el poder, todavía más poder para que te representen, hombres débiles o mal intencionados. Y sólo demasiado tarde reconoces que te engañaron una vez más.
Te entiendo, incontables veces te vi desnudo, psíquica y físicamente desnudo, sin máscara, sin etiqueta política, sin orgullo nacional, desnudo como un recién nacido o un general en calzones. Oí entonces tus llantos y lamentaciones; te escuché apelar, esperanzado, tus amores y desdichas.
Te conozco, te entiendo y voy a decirte quién eres, pequeño hombrecito, porque creo en la grandeza de tu futuro, que sin duda te pertenecerá; por eso mismo, antes que nada, mírate a ti mismo. Vé cómo eres realmente, escucha lo que ninguno de tus jefes o representantes se atreve a decirte:
Eres el “hombre medio”, el “hombre común”. Fíjate bien en el significado de estas palabras: “medio” y “común”…
No huyas, ¡ten ánimo y contémplate! “¿Qué derecho tiene este tipo para decirme eso?”. Leo esta pregunta en tus amedrentados ojos, la oigo con su impertinencia, pequeño hombrecito; tienes miedo de mirar hacia ti mismo, tienes miedo de la crítica, tal como tienes miedo del poder que te prometen. ¿Qué uso darías a tu poder? No lo sabes.
Ni siquiera te atreves a pensar que podrías ser diferente, libre en lugar de oprimido, directo en lugar de cauteloso, amando a plena luz y nunca más como un ladrón en la noche. Te desprecias a ti mismo, pequeño hombrecito, y dices: “¿quién soy yo para tener opinión propia, para decidir mi propia vida y tener al mundo por mío?” Y tienes razón: ¿quién eres tú para reclamar derechos sobre tu vida? Déjame decírtelo:
Difieres del gran hombre que verdaderamente lo es apenas en un punto: todo gran hombre fue, en otro momento, un pequeño hombrecito, pero él desarrolló una cualidad importante: la de reconocer las áreas en que había limitaciones y estrechez en su modo de pensar y actuar. A través de alguna tarea que le apasionase, aprendió a sentir cada vez mejor aquello que en su pequeñez y mediocridad amenazaba su felicidad.
El gran hombre es, pues, aquel que reconoce cuándo y en qué es pequeño. El pequeño hombrecito es aquel que no reconoce su pequeñez y teme reconocerla; que trata de enmascarar su tacañez y estrechez de visión con ilusiones de fuerza y grandeza, fuerza y grandeza ajenas. Que se enorgullece de sus grandes generales, pero no de sí mismo; que admira las ideas que no tuvo, pero nunca las que tuvo realmente.
Que cree más arraigadamente en las cosas que menos entiende y que no cree en nada que le parezca fácil de asimilar .
Comencemos por el pequeño hombrecito que habita en mí:
Durante veinticinco años tomé la defensa, en palabra y por escrito, del derecho del hombre común a la felicidad en este mundo; te acusé, pues, de incapacidad para tomar lo que te pertenece, de preservar lo que conquistaste en las sangrientas barricadas de París y Viena, en la lucha por la independencia Americana o en la revolución Rusa.
Tu París fue a parar a manos de Pétain y Laval, tu Viena a Hitler, tu Rusia a Stalin, y tu América bien podría conducirse a un régimen del Ku Klux Klan. Sabes luchar mejor por la libertad que preservarla para ti y los otros. Siempre lo supe. Lo que no entendía, sin embargo, era por qué cada vez que intentabas arrastrarte penosamente fuera del lodo, acababas hundiéndote todavía más.
Después, poco a poco, a tientas y observando pacientemente alrededor, entendí lo que te esclaviza; tu, eres tu propio tirano. Lo cierto es que nadie más que tú, es el culpable de tu esclavitud. ¡Nadie más que tú!, ¡soy yo quien te lo dice!
¿No lo habías escuchado, verdad? Tus libertadores te aseguran que tus opresores se llaman: Guillermo, Nicolás X, El Papa Gregorio XXVIII, Morgan, Krupp y Ford, y que tus libertadores se llaman Mussolini, Napoleón, Hitler y Stalin, pero yo afirmo:
¡Sólo tú puedes liberarte!
Esta frase, sin embargo, me hace vacilar.
Me nombro paladín de la pureza y la verdad. Pero ahora que se trata de decirte la verdad, vacilo, temiéndote a ti y a tu actitud hacia la verdad. La verdad es un peligro para la vida cuando es a ti a quien concierne. La verdad puede ser saludable o beneficiosa, pero no hay pueblo que no se lance sobre ella para defraudarla. De otro modo, no serías lo que eres y no estarías donde estás.
Intelectualmente, sé que debo decir la verdad a toda costa, pero el pequeño hombrecito que se alberga en mí me advierte: estúpido, te expones, te entregas al pequeño hombrecito.
El pequeño hombrecito no está interesado en escuchar la verdad acerca de sí mismo; no desea asumir la gran responsabilidad que le corresponde, que es suya, quiéralo o no. Quiere permanecer así, o cuando mucho quiere volverse uno de esos grandes hombres mediocres -ser rico, jefe de un partido, de la Asociación de Veteranos de Guerra, o secretario de la Sociedad de Promoción de la Moral Pública. Pero asumir la responsabilidad de su trabajo, alimentación, alojamiento, transporte, educación, investigación, administración pública, explotación minera, eso nunca.
Y el pequeño hombrecito que se acoge dentro de mí agrega: “ahora eres un gran hombre conocido en Alemania, Austria, Escandinavia, Inglaterra, Estados Unidos, Palestina. Los comunistas te atacan, los “defensores de los valores culturales” te odian, los enfermos que curaste te admiran, los que sufren de la peste emocional te persiguen.
Escribiste doce libros y ciento cincuenta artículos sobre la miseria de la existencia, sobre el sufrimiento del hombre común. Tus trabajos son enseñados en las universidades; otros grandes hombres igualmente solitarios, confirman tu prestigio y te colocan entre los mayores intelectos de la historia de la ciencia. Hiciste uno de los mayores descubrimientos científicos en muchos siglos, el de la energía cósmica de la vida y las leyes de la materia viva, convertiste al cáncer en un fenómeno comprensible.
Has dicho la verdad; por todo esto fuiste perseguido de país en país; descansa ahora, goza de los frutos de tu éxito, de tu prestigio, en pocos años tu nombre será conocido por todos, basta ya con lo que hiciste. Recógete ahora a reposar, a estudiar la ley funcional de la naturaleza”.
Esta es la conversación del pequeño hombrecito dentro de mí y que te teme a ti, pequeño hombrecito.
Durante mucho tiempo estuve en contacto contigo porque conocía tu vida a través de mi propia existencia y porque quería ayudarte. Me mantuve cerca de ti, porque veía que te era útil y que aceptabas mi ayuda con placer, no pocas veces con lágrimas en los ojos. Sólo después percibí que aceptabas mi trabajo pero que no eras capaz de defenderlo. Lo defendí, y luché para ti, por ti. Fue entonces que tus jefes lo destruyeron, y tú los seguiste en silencio. Seguí en comunión contigo, tratando de encontrar la manera de ayudarte sin zozobrar, fuera como tu dirigente, fuera como tu víctima.
Y el pequeño hombrecito que reside en mí intentaba convencerte, “salvarte”, merecer el respeto que consagras a las matemáticas superiores, por no tener la mínima idea de lo que son. Cuanto menos entiendes más aprecias. Conoces a Hitler mejor que a Nietzche, a Napoleón mejor que a Pestalozzi. Cualquier monarca significa más para ti que Sigmund Freud. Al pequeño hombrecito que vive en mí le gustaría tenerte en las manos mediante el proceso habitual de recurrir al redoble de los jefes.
Te temo sin embargo, cuando mi pequeño hombrecito desea “conducirte hacia la libertad”, y eso porque podrías descubrir la misma identidad mediocre en ti y en mí, y asustado, matarte en mi persona. Fue por eso que dejé de ser esclavo de tu libertad y de desear morir por ella.
Sé que todavía no me entiendes cuando te hablo de “la libertad de ser esclavo de algo”, idea que no es fácil. Para no ser fiel esclavo de un único señor, y ser un esclavo cualquiera, se tendrá, en primer lugar, que matar al opresor, digamos por ejemplo, al Zar.
Este crimen político nunca podría ser perpetrado sin un gran ideal de libertad y motivos revolucionarios. Por lo tanto es necesario fundar un partido revolucionario de libertad bajo la protección de un hombre verdaderamente grande, sea éste: Jesucristo, Marx, Lincoln o Lenin. Claro está que este gran hombre tomará tu libertad muy en serio.
Para imponerla tendrá que rodearse de una multitud de hombres menores, ayudantes y ejecutantes, dada la inmensidad de la tarea para un solo hombre. Tú no lo entenderías y lo harías a un lado si él no se rodeara de pequeños grandes hombres. Así rodeado, él conquista el poder para ti, o una parcela de verdad o una nueva y mejor creencia.
Escribe testamentos, promulga leyes asegurando la libertad, contando con tu apoyo, seriedad y prontitud. Te arranca del pantano social donde te encontrabas inmerso. Para mantener solidarios a los muchos compañeros de menor estatura, para conservar tu confianza, el hombre verdaderamente grande sacrifica poco a poco su grandeza, que sólo puede cultivar en su profunda soledad espiritual, lejos de ti y de tu bullicio cotidiano, pero en estrecho contacto con tu vida.
Para poderte guiar tendrá que conseguir que lo transformes en un dios inaccesible, puesto que jamás obtendría tu confianza si permaneciera siendo el hombre simple que es. Un hombre a quien, por ejemplo, le fuese posible amar a una mujer sin estar casado con ella. Y así engendrarás un nuevo amo; promovido a su nuevo papel señorial el gran hombre decae, puesto que la grandeza le venía de la entereza, la simplicidad, el coraje y la proximidad a la vida.
Sus mediocres seguidores, grandes gracias a su aura, asumen los altos cargos de las finanzas, de la diplomacia, del gobierno, de las ciencias y de las artes -y tú te quedas donde estabas: en el pantano, pronto a desgarrarte nuevamente en nombre del “futuro socialista” o del “tercer Reich”- continuarás viviendo en barracas con tejados de paja y paredes rebasadas de estiércol, pero muy ufano de tus palacios de la cultura popular. Te basta con la ilusión de que gobiernas. Hasta que sobrevenga la próxima guerra y la caída de los nuevos tiranos.
En países lejanos, hombres mediocres estudiaron tenazmente tu anhelo de ser esclavo y descubrieron cómo convertirse en grandes hombres mediocres con un mínimo de esfuerzo intelectual. Estos hombres provienen de tus propias filas, nunca habitaron en palacios. Pasaron hambre y sufrieron como tú -pero aprendieron a acortar el proceso de cambio de los jefes. Aprendieron que cien años de arduo trabajo intelectual en pro de tu libertad, de grandes sacrificios personales por tu bienestar y de ofrendar hasta la vida por los intereses de tu liberación, era un precio demasiado alto para tu próxima nueva esclavitud.
Todo lo que pudiese haber sido elaborado o sufrido en cien años de vida de grandes pensadores, podría ser destruido en menos de cinco años. Los hombrecillos de tu estirpe van así a abreviar el proceso: lo hacen más abierta y brutalmente. Y te dicen sin rodeos que tú, tu vida, tus hijos y tu familia no cuentan, que eres estúpido y servil y que pueden hacer de ti lo que les dé la gana.
Y en lugar de libertad personal te prometen libertad nacional. No te prometen dignidad personal, pero si respeto por el Estado; grandeza nacional en lugar de grandeza personal, y como “libertad personal” y “grandeza” son para ti conceptos extraños y oscuros mientras que “libertad personal” e “intereses del Estado” son palabras que te llenan la boca como huesos que le hacen agua la boca a un perro, no haya nada que les niegues.
Ninguno de esos hombres mediocres paga por la auténtica libertad el precio que pagaron Giordano Bruno, Cristo, Karl Marx o Lincoln. Tú no les interesas ni un ápice. Te desprecian como tú te desprecias, pequeño hombrecito. Y te conocen bien, mucho mejor que lo que un Rockefeller o los conservadores. Conocen tus podredumbres como sólo tú mismo las deberías conocer. Te sacrifican a un símbolo y eres tú mismo quien les confiere el poder que ejercen sobre ti. Tú mismo erigiste a tus tiranos, y eres tú quien los alimenta, a pesar de que se han arrancado las máscaras, o tal vez por eso mismo.
Ellos mismos te dicen, clara y abiertamente, que eres una “criatura inferior, incapaz de asumir responsabilidades” y que así deberás permanecer. Y los nombras tus nuevos “salvadores” y les gritas “¡Viva, viva!”.
Es por eso que yo tengo miedo de ti, pequeño hombrecito, un miedo sin límites, porque de ti depende el futuro de la humanidad, y tengo miedo de ti porque no existe nada a lo que más huyas que a encararte contigo mismo. Estás enfermo, pequeño hombrecito, muy enfermo. Aunque la culpa no sea tuya, pero es a ti a quien toca liberarse de tu enfermedad. Ya hace mucho tiempo que hubieras derribado a tus verdaderos opresores si no tolerases la opresión y tú mismo no la apoyases.
No hay fuerza policiaca en el mundo que pueda prevalecer contra ti, si en tu vida cotidiana tuvieses al menos una sombra de respeto por ti mismo; si tuvieras la profunda convicción de que, sin tu esfuerzo, la vida sobre la Tierra no sería posible ni una hora más. ¿Te ha dicho esto tu libertador? ¡No! Te llama “proletario del mundo” pero no te dice que tú y sólo tú eres responsable por tu vida (en lugar de ser responsable por la “honra de la patria”).
Tendrás que entender que eres tú quien transforma hombres mediocres en opresores y vuelves mártires a los verdaderamente grandes; que los crucificas, los asesinas, los dejas morir de hambre, que no te inquietas para nada con sus esfuerzos y las luchas que traban en tu nombre, que no tienes la menor idea de cuánto les debes, de lo poco de satisfacción y plenitud de que gozas en la vida. Dices: “Antes de confiar en ti, me gustaría saber cuál es tu filosofía de la vida”.
Cuando conozcas mi filosofía de la vida vas a correr con el presidente del Congreso, o al “Comité contra las Actividades Antiamericanas”, o al F.B.I., o al G.P.U., o a la prensa amarillista, o al Ku Klux Klan, o a los “Líderes de los proletarios de todo el mundo”.
No soy rojo, ni blanco, ni negro, ni amarillo.
No soy cristiano, ni judío, ni mahometano, ni mormón. Tampoco soy homosexual, polígamo, anarquista o miembro de una secta secreta.
Hago el amor con mi mujer porque la amo y la deseo, no porque tenga un acta matrimonial o para satisfacer mis necesidades sexuales.
No les pego a los niños, no voy a pescar, ni cazo venados ni conejos, pero no tengo mala puntería y me gusta acertar en el blanco.
No juego bridge ni doy fiestas con el fin de divulgar mis teorías, si lo que pienso es correcto, se divulgará por si mismo.
No someto mi trabajo a las autoridades oficiales de salud, a no ser que ellos puedan entenderlo mejor que yo. Yo soy el que decide quién puede manejar el conocimiento y particularidades de mis descubrimientos. Observo estrictamente el cumplimiento de las leyes cuando tienen sentido, y lucho contra ellas cuando son obsoletas o absurdas, (ya no corras hacia el presidente de la Cámara, pequeño hombrecito, ¡porque si él fuera un hombre decente haría lo mismo!)
Deseo que los niños y los adolecentes experimenten con el cuerpo la alegría del placer, tranquilamente, sin represiones.
No creo que para ser religioso, en el verdadero sentido de la palabra, sea necesario destruir la vida afectiva, momificarse en cuerpo y espíritu.
Sé que aquello que llamas “dios” existe, pero de forma diferente a como lo piensas; es la energía cósmica primordial del universo, tal como el amor que anima tu cuerpo, tu honestidad y el sentimiento de naturaleza en ti o a tu alrededor .
Pongo en la calle a cualquiera que, bajo cualquier insignificante pretexto, intente interferir en mi trabajo clínico y pedagógico con enfermos y niños. En un tribunal lo confrontaría con algunas preguntas simples y claras, a las que no les sería posible responder sin que se le cubriera la cara de vergüenza para el resto de la vida.
Lo haría porque soy un hombre trabajador que sabe lo que un ser humano es por dentro, que sabe lo que vale el otro y que desea que el trabajo gobierne al mundo y no las opiniones sobre el trabajo; tengo mi opinión y sé distinguir una mentira de la verdad que cotidianamente empleo como instrumento y que sé mantener limpio después de usarlo.
Tengo mucho miedo de ti pequeño hombrecito, un enorme y profundo miedo, y no siempre fue así. Yo ya fui un pequeño hombrecito entre millones de otros. Hoy, como científico y psiquiatra, sé que tu enfermedad es mala y peligrosa. Aprendí a reconocer el hecho de que es tu enfermedad emocional la que te destruye minuto a minuto y no algún poder exterior.
Hace mucho que ya hubieras suprimido a los tiranos, si estuvieras vivo y sano en tu interior. Hoy en día tus opresores vienen de tus propias filas, tal como en otros tiempos venían de los estratos más altos de la jerarquía social. Y todavía son más mediocres que tú, pequeño hombrecito, porque conociendo por experiencia tu miseria, es necesaria mucha más mediocridad para utilizar ese conocimiento con vista a tu supresión todavía más perfecta, cruel y eficazmente.
Tú no tienes siquiera la capacidad de reconocer a un hombre verdaderamente grande. Su modo de ser o su sufrimiento, sus aspiraciones, coraje y luchas en tu nombre, te son completamente ajenos.
Ni siquiera entiendes que existen hombres y mujeres incapaces de suprimirte o explotarte y que realmente desean que seas libre, realmente libre; no te agradan porque son de otra naturaleza, son simples y directos; para ellos, la verdad es valuada de la misma forma como tú valoras el engaño; ven seria y afligidamente el destino de los hombres; pero la sensación de que apenas miran a través de ti, te da miedo.
Sólo los aclamas, pequeño hombrecito, cuando muchos otros pequeños hombrecitos te dicen que esos grandes hombres son grandes; tienes miedo de ellos, de lo cerca que están de la vida y del amor. El gran hombre te ama simplemente como criatura humana, como ser vivo.
Sólo desea que termine tu sufrimiento y que calles tu cacareo milenario. Que ya no seas la bestia de carga que han hecho de ti, porque ama la vida y desearía verla libre de sufrimiento e ignominia.
Eres tú el que lleva a los hombres verdaderamente grandes a despreciarte, a retirarse con tristeza de tu convivencia mediocre, a evitarte y lo peor de todo, a tener compasión por ti. Si fueses psiquiatra, pequeño hombrecito, un Lombroso por ejemplo, intentarías aplastarlo como a un criminal irrecuperable o psicópata. Porque los objetivos en la vida de un gran hombre son diferentes a los tuyos -no consisten en la acumulación de bienes, ni en el matrimonio socialmente adecuado para sus hijas, ni su carrera política, ni en la obtención de honores académicos o del premio Nobel. Y porque no es como tú, lo llamas “genio” o “excéntrico”.
Pero el gran hombre apenas se reserva el derecho de ser un ser humano; lo llamas “antisocial” porque prefiere su escritorio de trabajo o su laboratorio, su línea de pensamiento y su trabajo a tus fiestecillas ridículas y sin sentido. Lo llamas loco porque prefiere gastar su dinero en la investigación científica en lugar de comprar acciones u otros bienes así como tú lo haces.
En tu degeneración abismal, pequeño hombrecito, osas considerar como “anormal” al hombre simplemente recto, puesto que lo comparas contigo, prototipo de la “normalidad” o el “homo normalis”. Al medirlo con tu estrecha medida, no le encuentras las dimensiones de tu normalidad, ni entiendes que eres tú, pequeño hombrecito, quien lo aleja de tus reunioncillas sociales que le son insoportables, sean las tabernas o los salones de baile, porque te ama y desea genuinamente ayudarte.
¿Qué es lo que lo convierte así, después de varias décadas de sufrimiento?; tú, con tu irresponsabilidad, con tu tacañería, con tu incapacidad de reflexionar y tus “verdades eternas” que no sobreviven a diez años de progreso social; acuérdate de todas las cosas que tomaste por ciertas durante los pocos años que transcurrieron entre la 1a y la 2a guerra mundial; ¿cuántas reconociste como equivocadas? ¿De cuántas fuiste capaz de retractarte? De ninguna, pequeño hombrecito, porque el hombre realmente grande piensa cautelosamente, pero, cuando se adhiere a una idea, piensa a largo plazo. Y eres tú, pequeño hombrecito, que haces del gran hombre un paria, cuando su pensamiento correcto y duradero enfrenta la mezquindad y lo precario de tus convicciones.
Eres tú quien lo condena a la soledad, pero no a la soledad que genera grandes obras, sino a la soledad de la incomprensión, del temor y del odio. Porque tú eres “el pueblo”, “la opinión pública” y “la consciencia social”; ¿ya pensaste alguna vez la responsabilidad gigantesca que estos atributos te confieren, pequeño hombrecito?, ¿ya te preguntaste a ti mismo (¡di la verdad ahora!) si tu pensamiento es correcto, ya sea desde el punto de vista de la trayectoria social en que estás inserto, sea el de la naturaleza, sea el de estar de acuerdo con los actos humanos de una figura, como por ejemplo, la de Cristo? No, pequeño hombrecito, nunca te inquietaste con la posibilidad de que lo que piensas esté errado, pero sí por lo que iría a pensar tu vecino, o con el posible precio de tu honestidad; éstas fueron las únicas preguntas que te hiciste.
Y después de condenar al gran hombre a la soledad, lo habitual en ti es olvidarlo. Sigues tu camino, diciendo otras tonterías, cometiendo otras bajezas, hiriendo de nuevo, olvidas. Pero es parte de la naturaleza del gran hombre no olvidar ni vengarse sino intentar entender la inconsistencia de tu comportamiento.
Sé que también te es extraño que así sea; sin embargo créeme: el sufrimiento que infringes inconscientemente -y que muchas veces luego olvidas- es para el gran hombre, aunque sea incurable, motivo de reflexión en tu nombre, no por la grandeza de tus actos viles, sino exactamente por su pequeñez; y es él quien se interroga sobre lo que te lleva a maltratar al marido o a la mujer que te desilusiona, a torturar a tus hijos porque les desagradan a las viciosas y vecinos, a despreciar y a explotar a alguien sólo porque es bondadoso; a recibir cuanto te dan y a dar cuando te exigen, pero nunca a dar cuando lo que te es dado lo es por amor, a pegar a quien ya esté abatido; a mentir cuando te es pedida la verdad, y a perseguirla más que a la mentira. Pequeño hombrecito, tú siempre estás del lado de los opresores.
Para que lo estimases y te cayese en gracia, el gran hombre tendría que adaptarse a tu modo de ser, pequeño hombrecito, hablar como tú y ensalzar las mismas virtudes. La verdad es que, si ostentase tus virtudes, hablase tu lenguaje y gozase de tu amistad, no sería más grande, auténtico y sencillo. Prueba de esto es que tus amigos, que dicen exactamente lo que esperas que ellos digan, nunca fueron grandes hombres; tú no puedes creer que cualquier amigo tuyo pueda lograr algo grande.
En lo más íntimo de ti mismo te desprecias, aun cuando -o particularmente cuando- alabas tu dignidad; y si te desprecias ¿cómo podrías respetar a tus amigos? Nunca podrías creer que alguien que se sentase a tu mesa o viviese en la misma casa contigo, pudiese realizar algo que fuera grandioso.
Cerca de ti es difícil pensar, pequeño hombrecito; apenas es posible pensar acerca de ti, nunca contigo. Porque tú sofocas cualquier pensamiento original; tal como una madre, les dice a los niños que exploran su mundo: “Esto no es propio para los niños”. Como un profesor de biología dices: “Esto no es asunto para los buenos alumnos, ¿qué les pasa, dudan de la teoría de los gérmenes en el aire?”.
Como un profesor de primaria, dices: “los niños son para ser vistos y no para ser oídos”. Como una mujer casada, dices: “¡Ah, la investigación!, tú y tu investigación. ¿Por qué no vas a una oficina como toda la gente, a ganarte decentemente la vida?”. Pero tú crees en todo cuando se escribe en los periódicos, lo entiendas o no.
Te garantizo, pequeño hombrecito, que has perdido el sentido de lo que más vale en ti mismo. Lo sofocas en tus manos; lo matas en ti y donde sea que lo encuentras en los demás, en tus hijos, en tu mujer, en tu marido, en tu padre y en tu madre; eres mediocre y quieres seguir siéndolo.
¿Me preguntas cómo es que sé todo esto?, te digo: te conozco, te experimenté y me experimenté contigo. Como terapeuta te liberé de tu mezquindad, como educador te orienté en el sentido de la grandeza, de la confianza. Sé cómo te defiendes de la espontaneidad, sé el terror que te da cuando te piden que seas tú mismo, auténtico, genuino.
Sé que no eres solamente mediocre, pequeño hombrecito. Sé que tienes también tus grandes horas de “júbilo” y “exaltación” de “vuelo”. Pero te falta coraje para subir cada vez más alto, para mantener tu propia exaltación. Tienes miedo de los vuelos altos, miedo de la altura y de la profundidad. Nietzsche ya te ha dicho esto mucho mejor, hace ya muchos años. Sólo que no te dice por qué es así.
Intentó transformarte en un super-hombre, en un Ubermensch que superase lo que tienes de humano. El Ubermensch se transformó en un “Fuhrer-Hitler”. Tú te quedaste en un Untermensch; yo desearía que fueses apenas tú mismo. “Tú mismo”, en lugar del periódico que lees o de la flaca opinión del vecino; sé que no sabes lo que eres y cómo eres en lo profundo. Sé que en lo profundo eres como una gacela, como tu propio dios, como tu poeta, o tu sabio.
Pero crees ser miembro de La Legión de Honor o de tu Club de boliche o del Ku Klux Klan. Y como lo crees, actúas en consecuencia. También esto ya fue dicho por otros: Heinrich Mann, en Alemania, hace veinte años, Upton Sinclair, John Dos Passos y otros, en los Estados Unidos. Pero tú nunca oíste hablar de Mann o de Sinclair. Sólo conoces a los campeones de Box y a Al Capone. Si tuvieses que escoger entre el ambiente de una biblioteca y el de una taberna, escogerías este último.
Exiges que la vida te conceda la felicidad, pero la seguridad te es más importante, aunque cueste la dignidad o la vida. Como nunca aprendiste a generar felicidad, o a gozarla y protegerla, no conoces el coraje de un individuo recto; ¿quieres saber lo que eres pequeño hombrecito? Escucha los anuncios publicitarios de tus laxantes, de tus pastas de dientes y desodorantes. No distingues la abismal estupidez y mal gusto de las cosas que se destinan a quedar en tus oídos. ¿Alguna vez prestaste atención a los chistes que los cómicos dicen acerca de ti en los teatros de revista? Chistes sobre ti y sobre él, chistes de un mundo vulgar y desgraciado. Escucha tu publicidad sobre los laxantes y sabrás quién eres.
¡Escucha, pequeño hombrecito!: La miseria de la existencia humana es visible a la luz de cada uno de tus pequeños horrores. Cada uno de tus actos mezquinos te hace retroceder mil pasos con respecto a cualquier esperanza que pueda quedar en cuanto a tu futuro. Y sientes esto tan penosamente que, para no saberlo, inventas chistes de mal gusto y los llamas “sentido del humor”. Oyes el chiste que te humilla y te ríes con los otros.
Te ríes del pequeño hombrecito sin entender que es de ti de quien te ríes, que el chiste está en ti igual que en millones de pequeños hombrecitos. ¿Alguna vez te preguntaste por qué razón has sido motivo a lo largo de los siglos de tal júbilo malicioso? ¿Alguna vez te diste cuenta de cuan ridícula aparece la gente común en las películas?
Voy a intentar decirte por qué razón eres ridículo y te lo voy a decir porque te tomo muy, pero muy en serio: Siempre consigues faltar a la verdad en aquello que piensas, al igual que el excelente tirador que, si así lo desea, consigue acertar siempre, abajo del centro del blanco.
Hace ya mucho tiempo que podrías ser señor de ti mismo si intentases pensar correctamente, sólo que tú piensas así: “La culpa es de los judíos”, dices: “¿Qué es un judío?” pregunto yo. Y contestas: “Son personas con sangre judía”. “¿Cuál es la diferencia entre la sangre judía y la otra?”. Aquí paras, vacilas, te quedas confuso y respondes: “Quiero decir la raza de los judíos”. “¿Qué es raza?”, pregunto yo. “¿Raza?”. Es simple, así como existe una raza germánica, existe la raza de los judíos”. “¿Qué es lo que caracteriza a la raza de los judíos?”. “Bueno, un judío tiene el cabello negro, una protuberante nariz y ojos muy vivos, los judíos son avaros y capitalistas”. “¿Ya viste alguna vez a un francés del sur o a un italiano al lado de un judío? ¿Sabes distinguirlos?”. “Eso no lo sé muy bien”. “Bueno, entonces que es un judío? Los análisis de sangre no muestran ninguna diferencia, no se distingue de la de un francés o de un italiano, y ya viste alguna vez judíos alemanes?”. “Ya, sin embargo, parecen alemanes”. “¿Y qué es un alemán?”. “Un alemán pertenece a la raza aria nórdica”. “¿Los hindúes son arios?”. “Sí, son”. “¿Y son nórdicos?”. “No”. “¿Y rubios?”. “No”. “¡Bueno, entonces no sabes lo que es un alemán o un judío!”. “Pero hay judíos”. “Pues los hay, tal como hay cristianos o mahometanos”. “Yo me refiero a la religión judaica”. “¿Roosevelt era holandés?”. “No”. “¿Entonces por qué llamas judío a un descendiente de David, si no llamas holandés a Roosevelt?”. “Con los judíos es diferente”. “¿Y en qué es diferente?” “No sé”.
Es así como desatinas, pequeño hombrecito, y sobre tus desatinos levantas ejércitos capaces de asesinar a diez millones de personas, porque son “judíos”, sin que tú sepas decir siquiera qué es un judío. Y es por eso que eres ridículo; lo mejor es evitarte cuando se tiene algo serio que hacer es por eso que permaneces en el pantano. Cuando dices “judío” te sientes superior y eres forzado a decirlo por tu propia miseria, pues lo que matas en el judío es lo mismo que tú sientes que eres, pero esto es apenas una ínfima parte de tu verdad, pequeño hombrecito.
Cuando dices “judío”, lleno de arrogancia y desprecio, sientes menos tu propia mezquindad. Sólo recientemente me di cuenta de que así era. Llamas “judío” a quien te inspira muy poco o demasiado respeto. Y como si hubieras sido enviado a la Tierra por algún poder superior, te apropias del derecho de decidir quién es un judío. Pero yo no te reconozco el derecho a usarlo, seas un pequeño judío o un pequeño ario. Soy el único con derechos a determinar qué soy.
Biológica y culturalmente soy un mestizo y me enorgullezco de ser el producto intelectual y físico de todas las razas, clases y naciones; no finjo pertenecer a una “raza pura” como tú, o pertenecer a una “clase pura”; de no ser chauvinista, como tú; un fascistoide de todas las naciones, clases y razas; me consta que en Israel rechazaste a un técnico judío por el simple hecho de no estar circuncidado; no tengo más afinidad con los judíos fascistas que con cualquier otro, no me conmueve ningún sentimiento sobre la lengua, la religión o la cultura judía, no creo más en el dios judío de lo que pudiera creer en el dios cristiano o hindú, pero sé de dónde sacas a tu dios, no creo que los judíos sean “el pueblo elegido por dios”.
Creo que algún día los judíos se perderán entre las masas de animales humanos en este planeta y que esto será bueno para ellos y sus descendientes. No te gusta escuchar esto, pequeño hombrecito judío. Te aferras a tu judaísmo porque te desprecias, a ti mismo y a los que te rodean como judíos.
El judío es el peor antisemita de todos. Esto es una vieja verdad. Pero yo no te desprecio ni te odio, simplemente no tengo nada en común contigo, por lo menos no más de lo que tengo con un chico o un mapache, a saber, que nuestro origen común es el de la materia cósmica. ¿Por qué sólo regresas hasta Sem, y no hasta el protoplasma? Para mí la vida tiene su inicio en las contracciones plasmáticas y no en la teología de un rabino.
Le llevó millones de años a tu evolución pasar de una medusa a un bípedo terrestre; tu aberración biológica bajo la forma de rigidez, es de apenas seis mil años; llevará como quinientos o tal vez cinco mil años hasta que redescubras en ti, la naturaleza, a la medusa en ti.
Descubrí en ti la medusa y te la describí con claridad, cuando me escuchaste por primera vez, me llamaste genio, te acuerdas sin duda, fui a Escandinavia, tú andabas buscando a un nuevo Lenin, pero yo tenía cosas más importantes que hacer y decliné la función.
También me proclamaste el nuevo Darwin, el Marx, el Pasteur, el Freud. Te dije ya hace muchos años que tú también podrías hablar y escribir como yo, si no pasaras la vida saludando a tus nuevos mesías. Porque tus gritos te destrozan la razón y paralizan tu naturaleza creadora.
¿No eres tú quien persigue a la “madre soltera” como a una criatura inmoral, pequeño hombrecito? ¿No eres tú quien establece una severa distinción entre los hijos “legítimos” e “ilegítimos”? Que pobre criatura eres corriendo sin rumbo en este valle de lágrimas. ¡No entiendes ni tus propias palabras! ¿No eres tú el que veneras al niño Jesús, niño que nació de una madre que no poseía un acta matrimonial? Lo que tú veneras en el niño Jesús es tu deseo de libertad sexual, tú, pequeño hombrecito obsesionado por el matrimonio, hiciste del niño Jesús, nacido “ilegalmente”, el hijo de dios que no reconoce la ilegitimidad de los niños, para luego, en la persona de Paulo el apóstol, perseguir a los niños nacidos del amor y proteger bajo el poder de las leyes religiosas, a los nacidos del odio; ¡eres realmente un desgraciado, pequeño hombrecito!
Tus automóviles y camiones atraviesan los puentes que el gran Galileo inventó; ¿sabías, pequeño hombrecito de todos los países, que el gran Galileo tuvo tres hijos sin tener acta matrimonial? Esto no se lo dices a los niños en la escuela. ¿Y no fue también por eso que lo sometiste a tortura?
¿Sabías, pequeño hombrecito de la “patria de los pueblos eslavos” que tu gran Lenin, padre de los trabajadores de todo el mundo (o de todos los eslavos), al tomar el poder abolió tu matrimonio compulsivo? y ¿sabías que él mismo vivió con una mujer sin acta matrimonial? Pero de esto tú hiciste un secreto, ¿no es verdad, pequeño hombrecito? Y fue entonces que por la mano del jefe de todos los eslavos, restableciste las leyes referentes a la obligatoriedad del casamiento, porque no sabías qué hacer con la libertad que te fue concedida por Lenin.
Pero qué es lo que tú sabes de todo esto, tú que no tienes la más mínima idea de lo que es la verdad, o la historia o la lucha por la libertad. ¿Quién eres tú para tener opinión propia?
Ni siquiera percibes que las leyes que regulan tu vida matrimonial emanan naturalmente de tu espíritu pornográfico y de tu irresponsabilidad sexual.
Te sientes infeliz, mediocre, repulsivo, impotente, sin vida, vacío; no tienes mujer, y, si la tienes, vas con ella a la cama sólo para probar que eres “hombre”; no sabes lo que es el amor, tienes estreñimiento, tomas laxantes, hueles mal y tu piel es pegajosa, desagradable; no sabes tomar a tu hijo en brazos, de modo que lo tratas como un perro a quien puedes golpear a voluntad.
Tu vida va caminando bajo el signo de la impotencia, interfiriendo en lo que piensas y en tu trabajo. Tu mujer te abandona porque eres incapaz de darle amor, sufres de fobias, nerviosismo, palpitaciones, tu pensamiento se dispersa en rumiaduras sexuales. Te hablan de mi economía sexual y te dicen que yo te entiendo y quiero ayudarte, algo que te permitiría vivir de noche tu sexualidad y que te dejaría libre durante el día para pensar y trabajar.
Que te haría tener en los brazos a una mujer sonriente en lugar de desesperada, ver a tus hijos sanos en lugar de pálidos; amorosos en lugar de crueles. Pero cuando oyes hablar de economía sexual dices: “El sexo no lo es todo, hay otras cosas importantes en la vida”. Así eres, pequeño hombrecito.
0 supongamos que eres un “marxista” o un “revolucionario profesional”, futuro “dirigente de los proletarios del mundo”. Dices querer liberar al mundo de su sufrimiento.
Los trabajadores engañados, desilusionados, huyen de ti y tú gritas mientras corres a su alcance: “Esperen, masas proletarias. ¡Soy su libertador! ¿Por qué no lo admiten? ¡Abajo el capitalismo! “. Yo les doy vida a tus masas, pequeño revolucionario, les hablo de la miseria de sus pequeñas vidas, me escuchan con entusiasmo y esperanza.
Acuden a tus organizaciones, donde esperan encontrarme. Y entonces, qué dices: “La sexualidad es una desviación pequeño-burguesa. Lo que cuenta es el factor económico”. Y lees los libros de Van de Valde sobre técnicas sexuales.
Cuando un gran hombre dedicó su vida a intentar dar a tu emancipación económica una base científica, lo dejaste morir de hambre. Mataste la primera campaña de verdad en contra de tu desviación de las leyes de la vida; cuando, a pesar de ti, su campaña logró éxito, le quitaste las riendas de la administración y lo aplastaste por segunda vez. La primera vez el gran hombre disolvió tu organización.
La segunda estaba ya muerto y nada podía contra ti. No entendiste que él había descubierto en tu trabajo el poder de vida que crea el valor. No entendiste que su reflexión sociológica pretendía salvaguardar a tu “sociedad” contra tu “estado”. “¡No entiendes nada!”
Y con tus factores económicos no vas muy lejos. Otro gran hombre se mató trabajando para probarte que tenías que mejorar tus condiciones económicas para que tu vida tuviese sentido y gusto; que individuos con hambre jamás harán progresar la civilización. Que todas las condiciones de vida habrán de tener lugar aquí y ahora, sin excepción; que tendrás que emanciparte, tú y tu sociedad, de todas las formas de tiranía.
Este otro gran hombre cometió apenas dos errores al intentar esclarecerte. Creyó en serio en tu capacidad de emancipación. Creyó que una vez conquistada tu libertad serías capaz de preservarla. Cometió también otro error: consentir que tú, proletario, te convirtieses en dictador.
¿Y sabes lo que hiciste, pequeño hombrecito, con el manantial de sabiduría y creación que te legó este hombre? Sólo te quedó una palabra en el oído: ¡Dictadura! De todo lo que te donara un gran espíritu y un gran corazón, sólo una palabra se te quedó: ¡Dictadura! Tiraste todo lo demás, la libertad, la claridad y la verdad, la solución de los problemas de la servidumbre económica, la metodología de la planificación del futuro -todo lo echaste por la borda, libertad, respeto a la verdad, liberación de la esclavitud económica, pensamiento metódico y constructivo. Y sólo la infeliz elección de una palabra, aunque bien intencionada, te cayó en gracia: ¡Dictadura!
Sobre esta pequeña negligencia de un gran hombre construiste todo un sistema gigantesco de mentiras, persecución, tortura, deportaciones, ahorcamientos, policía secreta, espionaje y denuncia, uniformes, mariscales y medallas -mientras tanto, echabas fuera todo lo demás.
¿Comienzas a percibir cómo funcionas, pequeño hombrecito? ¿Todavía no? Intentémoslo de nuevo: las “condiciones económicas” de tu bienestar en la vida y en el amor, las confundiste con “mecanización”; la emancipación de los hombres, con la “grandeza del estado”; la disposición a sacrificarse por los grandes propósitos, con la estúpida y estrecha “disciplina de partido”; el levantamiento de las masas, con los desfiles de artillería; la liberación del amor, con la violación de todas las mujeres de las que pudiste echar mano al llegar a Alemania; la eliminación de la pobreza, con la erradicación de los pobres, de los débiles y de los inadaptados; la asistencia a la infancia, con la “formación de patriotas”; el control de la natalidad, con medallas a las “madres de diez hijos”. ¿No habías sufrido ya bastante con esta idea tuya de la “madre de diez hijos”?
Pero también en otros países el infeliz vocablo “dictadura” se te quedó en el oído. Ahí lo vestiste de uniformes resplandecientes y generaste en tu propio seno al funcionarillo místico, sádico e impotente que te llevó al tercer Reich y enterró a sesenta millones de tu especie, mientras ibas gritando “¡Heil! ¡Heil! ¡Heil!”.
Así eres, pequeño hombrecito, pero nadie se atreve a decirte cómo eres. Porque se te tiene miedo, pequeño hombrecito y se quiere que te mantengas pequeño.
Devoras tu felicidad. Nunca fuiste capaz de gozaría con plenitud. Por eso la consumes ávidamente, sin siquiera asumir la responsabilidad de asegurarla. Nunca te fue permitido aprender a cuidar de tus alegrías, alimentar la felicidad como el jardinero lo hace con sus flores, como el campesino con sus cosechas.
Los grandes científicos, poetas y hombres sabios siempre huirán de tu compañía, pues desean preservar la alegría que les sea posible. En tu compañía es fácil devorar la felicidad, pequeño hombrecito, pero es difícil protegerla.
¿No entiendes lo que estoy diciendo, pequeño hombrecito? Yo te explico; un innovador trabaja durante diez, veinte o treinta años, sin desfallecimientos, en su ciencia, máquina o concepción de la sociedad. Todo lo que es nuevo lo carga consigo, cual pesado fardo.
Habrá de sufrir tu estupidez, lo mezquino de tus ideas y valores, tendrá que entenderlos usarlos, y, finalmente, tendrá que sustituirlos por nuevas ideas. En nada lo ayudarás, pequeño hombrecito, por el contrario, nunca vendrás a decirle: “Oye camarada, veo bien como trabajas en mi máquina, para mis hijos, para mi mujer, mis amigos, mi casa, mis campos, para que las cosas sean otras. Sufrí por mucho tiempo de esto y de aquello, pero nada podía hacer; ¿puedo ayudarte a ayudarme?”.
No, pequeño hombrecito nunca ayudas a quien te ayuda; juegas a las cartas o te agotas de berrear en espectáculos de competencias, o te vas dando de cabezazos en tu trabajo, en la fábrica o en la mina. Pero nunca ayudas a quien te ayuda. ¿Y sabes por qué? Porque todo aquel que es innovador, solamente tiene para ofrecerte, en un principio, ideas. No lucro, ni un salario más alto, ni bonos navideños, ni un modo de vida más fácil, ni un puesto mejor en el sindicato, todo lo que puede ofrecerte son preocupaciones, y éstas tú ya las tienes de sobra.
Pero si al menos te hubieses mantenido alejado, sin ofrecer o dar ayuda, ningún innovador podría quejarse de ti; bien vistas las cosas, no es “para ti” que piensa, descubre o inventa; lo hace porque su funcionamiento vital lo impulsa a que así sea.
En cuanto al cuidado y compasión por ti, lo deja a cargo de los líderes partidarios y de los hombres del clero. Lo que realmente le sería agradable, sería verte capaz de cuidar de ti mismo. Sólo que no te contentas con mantenerte al margen, sin ofrecer ayuda, sino que lo molestas y escupes.
Cuando el innovador, después de larga y ardua tarea, finalmente entiende los motivos por los que eres incapaz de dar satisfacción en el amor a tu mujer, tú vienes y le llamas obsceno; no tienes la menor idea de que le dices esto porque estás forzado permanentemente a esconder la obscenidad en ti y por eso mismo eres incapaz para el amor.
O entonces, cuando el investigador descubre por qué motivo el cáncer ataca en masa a las poblaciones y tú eres por ejemplo, profesor de patología del cáncer, con un sólido salario, dices que el investigador es un fraude, o que no entiende nada sobre los gérmenes del aire, que dice cosas demasiado elevadas, o preguntas si es judío o extranjero, o insistes que tienes derecho a examinarlo con el fin de saber si es lo suficientemente calificado para trabajar en tu problema del cáncer o en el problema que no consigues resolver, o prefieres ver condenados a muchos enfermos cancerosos a tener que admitir que fue él quien descubrió la posibilidad de salvar a tus pacientes.
Pero, para ti, tu dignidad catedrática, tu cuenta en el banco o tus conexiones con la industria del radio, significan más que la verdad y el conocimiento. Y es por esto que eres mediocre y desgraciado pequeño hombrecito.
Así es, no sólo no das apoyo sino que perturbas maliciosamente el trabajo que te es destinado o hecho en tu beneficio o en tu lugar. ¿Entiendes ahora por qué te es negada la alegría? Porque es algo que se trabaja y se gana.
Pero tú sólo sabes consumir la alegría, y por eso se te escapa. Con el correr del tiempo, el innovador finalmente consigue convencer a un gran número de personas de que su descubrimiento tiene valor práctico inmediato, o sea, de que con él es posible el tratamiento de determinadas dolencias, levantar pesos o hacer estallar rocas, o penetrar al interior de la materia por medio de radiaciones, lo crees después de leer los periódicos, pero no si lo ves.
Respetas a los que te desprecian y te desprecias a ti mismo, por eso no te es posible creer por tus propios medios, pero si el descubrimiento sale en los periódicos, te dejas llevar rápidamente, pasas a considerar al innovador un “genio”, aunque sea el mismo hombre que antes llamabas fraudulento, obsceno, charlatán, o amenaza a la moral pública. Ahora es “genio”; tú no sabes lo que es un “genio”, así como no sabes lo que es un “judío”, o la “verdad”, o la “felicidad”.
Yo te digo, pequeño hombrecito, tal como Jack London te lo dice en su libro “Martin Eden”. Sé que lo leíste millares de veces, pero sin entenderlo; “genio” es la marca registrada de un producto cuando es puesto a la venta. Si realmente el innovador (que antes era “obsceno” o “loco”) es un genio, se vuelve posible consumir la felicidad que te ofrece, porque tiene ahora a una multitud de pequeños hombrecitos que gritan al unísono contigo: “¡genio!, ¡genio!”. Y la multitud viene en bandos a comer el producto de la mano que lo extiende.
Y si eres médico, tendrás muchos pacientes, a los cuales podrás ofrecer mejores condiciones de tratamiento y ganarás mucho dinero. “¿Y entonces?” -dices tú, pequeño hombrecito- “¿qué hay de malo en esto?”. Nada, está bien que se gane dinero con un trabajo honesto y competente. Lo que no es muy justo es no dar algo al descubrimiento, no desarrollarlo y sólo explotarlo. Hacerse rico, que es exactamente lo que haces; sin dar un paso para su desarrollo, mecánicamente te adueñas de lo que te dan, con avidez, estúpidamente, sin percatarse de sus posibilidades o limitaciones.
En cuanto a las posibilidades, no podrías entenderlas, e intentas sobrepasar las limitaciones rehusándote a reconocerlas. Si eres médico o bacteriólogo, porque sabes que la cólera y la tifoidea son enfermedades infecciosas, pasas la vida buscando al microorganismo que causa el cáncer, perdiendo así estúpidamente, décadas de investigación. Otro gran hombre, en otro tiempo, te probó que las máquinas obedecen a ciertas leyes; de modo que construyes máquinas de muerte, y consideras a la vida una máquina más.
Tu error en esta materia no fue de tres décadas, sino de tres siglos; conceptos perfectamente erróneos pasaron a ser parte integrante de la actividad científica de cientos de miles de investigadores; la propia vida se encontraba amenazada, porque a partir de ese momento -en nombre de tu dignidad, o de tu cátedra, o tu religión, o tu cuenta de banco, o tu rigidez de carácter perseguiste, masacraste e intentaste perjudicar por todos los medios posibles a aquellos que siguieran empeñados en proseguir el estudio de la función vital.
Sin duda que te agrada poseer “genios” y rendirles el debido homenaje. Pero quieres un genio bueno, un hombre moderado y decoroso, sin fantasías, esto es, un genio comedido y adaptado, no un genio rebelde y libre, capaz de romper todas tus barreras y limitaciones. Quieres al genio limitado, tratable, una máscara que puedas pasear sin miedo y en son de triunfo por las calles de tus ciudades.
Así eres, pequeño hombrecito, bueno para acumular y no derrochar, pero incapaz de crear. Es por eso que eres lo que eres, toda la vida encerrado en una oficina solitaria, agarrado al respirador, preso en una camisa de fuerza conyugal, o profesor de los niños que odias, incapaz de generar o crear algo nuevo, porque eres capaz de servirte de lo que otros te ofrecen en bandeja de plata.
¿No entiendes por qué es así, por qué no puede ser de otra manera? Yo te lo digo, pequeño hombrecito, porque aprendí a verte como un animal rígido que me traía su vacío, su impotencia, y su enfermedad mental. Sólo sabes cacarear y agarrar, no sabes crear o dar, porque la actitud básica de tu cuerpo es la retención y la desconfianza, porque te da pánico cada vez que sientes los impulsos primordiales del amor y de la Dádiva.
Es por eso que tienes miedo de dar. Tu permanente avidez sólo tiene un significado: estás continuamente forzado a hincharse de dinero, de satisfacciones, de conocimiento porque te sientes vacío, hambriento, infeliz, ignorante y temeroso de la sabiduría. Es por eso que huyes de la verdad, pequeño hombrecito. Ella te podría hacer amar. Saber, entonces, lo que intento inadecuadamente decirte. Y esto tú no lo quieres, pequeño hombrecito, sólo quieres que te dejen en paz como consumidor y patriota.
“¡Oigan esto!”. Este tipo niega al patriotismo, la base del Estado y de su órgano fundamental, la familia. “¡Esto no puede quedarse así!”.
Es así que gritas auxilio; cuando alguien te denuncia el estreñimiento mental no quieres ni oír, ni saber, quieres berrear “vivas”. ¿Por qué no me dejas decirte por qué razón eres incapaz de sentir alegría? Te veo el miedo en los ojos -se siente cuán profundamente te afecta el asunto. La “cuestión religiosa”, por ejemplo. Afirmas defender la “tolerancia religiosa”; afirmas tu derecho a la libertad en materia religiosa, perfecto, pero quieres más: quieres que tu religión sea la única, eres intolerante en cuanto a las otras. Te desesperas cuando encuentras a alguien que, en lugar de un dios personal, adora a la naturaleza y procura entenderla. Prefieres que los cónyuges en vías de separación sean procesados judicialmente, que sean acusados de inmoralidad o de brutalidad cuando ya no les es posible vivir juntos; tú que eres descendiente de hombres rebeldes, eres incapaz de reconocer el divorcio por mutuo consentimiento; porque tu propia obscenidad te asusta, quieres la verdad en un espejo, en algún lugar donde no la puedas alcanzar. Tu chauvinismo proviene de tu rigidez, de tu estreñimiento mental, pequeño hombrecito, y no lo digo con sarcasmo, porque te estimo aunque tu hábito sea el de aplastar a los que te estiman y te dicen la verdad.
Repara, por ejemplo, en tus patriotas; no caminan, marchan. No odian al verdadero enemigo, lo que pasa es que tienen “enemigos hereditarios”, que cada diez años pasan a la categoría de amigos de toda la vida y viceversa. No cantan, berrean himnos marciales. No hacen el amor, “se las echan”, y tienen un curriculum de “habilidades” por noche. Estas son las verdades que tengo para decirte, pequeño hombrecito, y contra las cuales nada tienes que oponer, excepto el asesinato, el mismo que perpetraste contra tantos otros hombres que te estimaban; Jesús, Rathenau, Karl Liebknecht, Lincoln y muchos más. En Alemania acostumbrabas llamarlo “depuración”. A largo plazo fuiste tú quien fue “depurado” -por millones- pero sigues siendo un patriota.
Deseas amar y ser amado, amas a tu trabajo y de él vives, y tu trabajo vive en mi conocimiento y en el de otros. El amor, el trabajo y el conocimiento no tienen patria, no conocen fronteras ni uniformes. Son internacionales, son el patrimonio de la humanidad. Sólo que tú prefieres tu patrimonio mediocre, porque tienes miedo al amor genuino, al trabajo responsable y al conocimiento. Y por eso explotas al amor, al trabajo y al conocimiento de los otros, pero nunca podrás crear. Por eso usas tu alegría como un ladrón furtivo, por eso no consigues soportar, sin mal humor y envidia, la felicidad de los otros.
“¡Agárrenlo, que es un ladrón! ¡No es más que un extranjero, un inmigrante, yo no, yo soy alemán, americano, danés, noruego!”.
Para con eso, pequeño hombrecito, tú eres y has de ser siempre el eterno inmigrante y emigrante. Viniste a parar a este mundo por accidente y has de dejarlo sin que nadie se dé cuenta. Berreas porque tienes miedo y poco a poco tu cuerpo va quedándose rígido y seco. Y por eso llamas a tu policía, pero tampoco tu policía tiene poder contra la verdad, porque tu policía viene conmigo y se queja de la mujer y los hijos enfermos. Cuando se pavonea con un uniforme, el hombre esconde su enfermedad, pero no a mí, puesto que ya lo vi desnudo.
“¿El tipo tiene antecedentes penales? ¿Tiene los papeles en regla? ¿Paga sus impuestos? ¡Revísenlo, este hombre es una amenaza para el Estado y la honra de la nación!”.
Sin embargo, pequeño hombrecito, siempre fue posible identificarme, siempre tuve los papeles en regla y pagué mis impuestos. Lo que te importa no es la situación del Estado o la honra de la nación, lo que pasa es que tienes un miedo mortal a que exponga en público lo que de ti fui conociendo en el consultorio médico.
Es por esto que tratas de inventarme un crimen político, que me encierre en la cárcel durante años. Yo te conozco, pequeño hombrecito; si por casualidad eres el juez de la comarca, estás mucho menos interesado en proteger la ley, o a los ciudadanos, que en llamar la atención con el “caso” que te ha de llevar a juez de primera instancia.
Esto es lo que buscan todos los jueces; tu juicio de Sócrates fue un caso ejemplar, pero la historia nunca te enseñó nada. Asesinaste a Sócrates, y como no sabes lo que hiciste, sigues en el lodo. Lo acusaste de pervertir tu código moral, pero él continúa haciéndolo, pequeño hombrecito; asesinaste el cuerpo, no el espíritu. Y continúas asesinando, en nombre del “orden” y de la “ley”, pero cobardemente, por la espalda. Eres incapaz de encararme cuando me acusas de inmoralidad, porque sabes muy bien quién de nosotros, es el inmoral, obsceno y pornográfico.
Alguien dijo una vez, que de toda la gente que conocía sólo había una que no contaba chistes obscenos, esa persona era yo; en cuanto a ti, seas juez o jefe de la policía, conozco tus chistes obscenos y sé de dónde vienen, de modo que es mejor que no abras la boca. Tal vez consigas probar que pagué cien dólares de menos en mis impuestos, o que atravesé la frontera entre dos estados con una mujer, o que me paré a platicar con un niño en la calle.
Es en “tu” boca no en la mía donde tales afirmaciones suenan feas y obscenas, por lo que “tu” pequeña mente oscura pone en ellas. Y como no sabes nada más, piensas que soy de tu especie; no, pequeño hombrecito, no soy y nunca fui como tú en estos asuntos. Y no importa que lo creas o no; ahora, tú detentas la fuerza y yo el conocimiento -son funciones diferentes.
Y así das cuenta de tu existencia: en 1924 sugerí un estudio científico sobre la naturaleza humana. Reaccionaste entusiastamente.
En 1928, nuestro trabajo presentaba sus primeros resultados; seguiste entusiasmado y yo tuve honores de espíritu rector.
1933 los resultados en cuestión deberían ser publicados por tu casa editora, Hitler acababa de subir al poder. Yo acababa de entender que la llegada de Hitler al poder estaba ligada a tu rigidez de actitud. Te rehusaste entonces a publicar el libro (El Análisis del Carácter. N. del T.) que te demostraba cómo habías producido un Hitler.
El libro fue publicado y tú continuaste entusiasmado, sólo que intentaste esconderlo en el silencio, pues tu “presidente” se había declarado públicamente en contra de él.
También, por otro lado, habías aconsejado a las madres que suprimiesen la excitación genital de los niños, deteniéndoles la respiración.
Durante doce años te mantuviste callado sobre el libro que había suscitado tu entusiasmo. En 1946 fue reeditado y lo aclamaste entonces como un “clásico”; todavía hoy parece entusiasmarte.
Se sucedieron entretanto 22 largos años, cargados de inquietud y trabajos, desde que comencé a transmitirte que más importante que el tratamiento individual es la prevención de la perturbación mental. Durante 22 años te aseguré que las personas caen en esta o en aquella forma frenética de existir o se encierran en lamentaciones estériles porque les son imposibles el amor y el placer. Porque sus cuerpos, a la inversa de lo que sucede en las otras especies animales, no poseen más la capacidad de contraerse y expandirse en el acto de amor.
22 años después de haberlo afirmado, lo dices ahora a tus amigos: es más importante la prevención de las perturbaciones mentales que su tratamiento individual. Y como si fuese nuevo, actúas como lo has hecho durante miles de años; hablas de los grandes objetivos sin preocuparte por la forma de alcanzarlos, olvidas la dimensión afectiva de la vida de las masas. Preconizas la prevención de las perturbaciones mentales, aspiración inocente y muy digna, y que está permitida. Pero crees posible hacerlo ignorando la prevalecencia generalizada de frustración en el dominio sexual.
Ni siquiera consientes que se hable de eso. Y así también como médico, no tienes salida. ¿Qué pensarías tú de un ingeniero que revelase la técnica de vuelo y se guardase como secreto las características del motor y la hélice? De esta manera funcionas como ingeniero del alma humana -cobardemente, aceptas lo que de mi información te conviene, pero rechazas lo espinoso; vas por ahí llamándome, lleno de sobreentendidos pornográficos “el profeta del buen orgasmo”.
Escucha, psiquiatrilla, ¿nunca te impresionaron las quejas de mujeres recién casadas, con el cuerpo violado por maridos impotentes? ¿O las angustias de los adolescentes que sufren de amor insatisfecho? ¿Será que tienes tu seguridad, más en cuenta que la de tus pacientes? ¿Hasta cuándo vas a preferir tu mediocre dignidad a tu responsabilidad terapéutica? ¿Durante cuánto tiempo más serás capaz de escamotear el hecho de que tus tácticas sacrifican millones de vidas?
La seguridad es más importante para ti que la verdad. La primera vez que oíste hablar del orgón, descubrimiento mío, no fuiste capaz de interrogarte sobre cuales serían su utilidad y sus posibilidades de aplicación terapéutica; pero sí te preocupaste por saber, si yo poseía o no la documentación que me permitiese practicar la medicina en el estado de Maine; no entiendes que tus exigencias burocráticas, en poco o en nada, perturban mi trabajo y todavía menos lo impiden; ¿será que ni siquiera tienes conocimiento de mi prestigio como investigador, de ligar mi nombre con el descubrimiento de la plaga emocional y de la energía vital -que nadie menos calificado que yo podrá examinarme? En cuanto a tu avidez de libertad, nunca nadie te preguntó por qué siempre te fue imposible alcanzarla o por qué razón, si alguna vez la conseguiste, inmediatamente la depositaste en las manos de los nuevos amos.
“¡Oigan esto! este monstruo se atreve a dudar de los levantamientos revolucionarios de los proletarios de todo el mundo, se atreve a dudar de la democracia! Abajo la contrarrevolución! ¡Fuera con él!”.
No te excites, jefecillo de todos los demócratas y de todos los proletarios del mundo, mi firme convicción es que tu futura libertad real depende más de tu respuesta a esta pregunta, que de las mil resoluciones de tus congresos de partido.
“¡Fuera con él!, corrompe la honra de la nación y de la vanguardia del proletariado revolucionarios ¡Fuera! ¡A la calle! ¡De espaldas contra la pared!”.
Pero no son tus “Vivas” ni tus “Mueras” los que te harán aproximar tus objetivos, pequeño hombrecito. Siempre creíste que tu libertad está asegurada a través de la persecución de los opositores. Por lo menos una vez en tu vida, encárate a ti mismo de frente…
“¡Fuera, fuera!”
Detente un minuto, pequeño hombrecito, no es mi intención menospreciarte, sino sólo probarte por qué razón hasta ahora no te fue posible alcanzar la libertad o garantizarla, ¿será que el tema no te interesa?
“¡Fuera, fuera!”…
Te garantizo que voy a ser breve; intentaré decirte cómo se comporta tu pequeño hombrecito cada vez que se cree en una situación de libertad. Supongamos que eres estudiante en un instituto que, entre otros, defiende los valores de la salud sexual de los niños y de los adolescentes. La “extraordinaria idea” te entusiasma, de modo que deseas participar en la lucha.
Voy a contarte lo que sucedió en mi escuela: Mis alumnos estaban sentados, observando al microscopio, biones. Tú estabas sentado en el acumulador de orgón, desnudo, te llamé para que participases de la observación. Fue entonces que decidiste salir, tal como estabas en el acumulador, delante de los muchachos y de las mujeres. Te amonesté inmediatamente pero no parecías entender por qué lo hacía.
Me parecía inverosímil que no lo entendieses. Más tarde, en larga plática, admitiste que en la base de tu comportamiento estaba exactamente la imagen que tenías de un instituto que defendía la libertad sexual. Tomaste entonces conciencia del hecho de que sentías el mayor desprecio por el Instituto y por su idea básica y que había sido por eso que te habías comportado indecentemente. ¿Soy claro? ¿Ningún comentario?
Otro ejemplo que demuestra la forma como destruyes tu libertad. Tú sabes, yo sé y todos sabemos que vives en un estado de permanente frustración sexual; que fácilmente encaras mentalmente y con avidez cualquier miembro del otro sexo; que las pláticas que tienes con los amigos, sobre temas sexuales, se reducen a un repertorio de anécdotas obscenas, que en suma, tu imaginación es sobre todo pornográfica. Una noche te escuché marchando con tus amigos en la calle, gritando: ¡Queremos mujeres, queremos mujeres!”
Dado que tu futuro forma parte de mis preocupaciones, intenté crear instituciones donde pudieses comprender mejor tu miseria y cambiarla; tú y tus amigos venían en grupos a las reuniones que organicé en el ámbito de esas instituciones. ¿Y sabes por qué fue así, pequeño hombrecito? Al principio llegué a pensar que te movía un genuino interés, la voluntad de dar un nuevo sentido a tu vida.
Sólo más tarde entendí lo que realmente te motivaba: pensabas que irías a encontrar una nueva forma de burdel, donde sería más fácil encontrar a una muchacha sin pagar un quinto. Y cuando lo entendí, destruí con mis propias manos las instituciones que hice intentando ayudarte, no porque me pareciera mal el hecho de poder encontrar una muchacha en esas reuniones, sino porque la intención con que venías a las reuniones era vil. Por eso las destruí, por eso, una vez más te quedaste donde estabas. ¿Tienes alguna cosa que decirme?
“¡El proletariado ha sido corrompido por la burguesía, los líderes del proletariado son los que podrán solucionar el problema. Irán a sanear las costumbres con mano de hierro -sólo así podrá ser solucionado el problema sexual del proletariado!”
Yo sé lo que tú quieres decir, pequeño hombrecito, fue exactamente lo que pasó en tu patria de los proletarios: dejar que el problema sexual se resolviera por sí mismo. El resultado se vio en Berlín. Cuando los soldados proletarios violaban mujeres por todos lados. Sabes que fue así. Tus campeones de la “Honra revolucionaria”. “Tus soldados del proletariado del mundo” te desgraciaron lo suficiente para que la vergüenza te durara unos siglos. Dices que estas cosas “sólo acontecen en la guerra”, entonces te cuento otra historia.
Otro jefe, lleno de entusiasmo por la dictadura del proletariado, no lo era menos en cuanto a la economía sexual, vino a verme y me dijo: “Usted es extraordinario, Karl Marx nos mostró cómo es posible la libertad económica, usted nos apunta el camino para la libertad sexual, fue capaz de decirnos: Forniquen lo más que puedan”.
En tu mente se pervierte todo, aquello que yo llamo un acto de amor, es en tu vida un acto pornográfico, y ni siquiera sabes de qué hablo, pequeño hombrecito, y es por eso que siempre regresas al pantano. Si acaso tú, pequeña mujercita, que te vuelves profesora sin tener alguna calificación especial para tal cosa y sólo porque nunca tuviste hijos, los efectos de tu acción son desastrosos. Tu trabajo debería ser comunicarte con los niños y educarlos.
Cualquier educación válida engloba un conocimiento correcto de la sexualidad infantil. Pero para poder entender correctamente la sexualidad infantil, es necesario conocer por experiencia propia lo que es una relación de amor. Y tú eres obesa, desaliñada y sin ningún atractivo, lo que necesariamente te lleva a odiar cualquier cuerpo humano dotado de gracia y vivacidad.
No es evidentemente, por ser gorda y poco atractiva que te censuro, ni porque jamás hayas conocido el amor de un hombre (ninguno que fuese mínimamente saludable te lo habría ofrecido), ni siquiera por el hecho de no entender el amor de los niños. Pero por tener en cuenta como virtud, tu total ausencia de atractivos y tu incapacidad de amar y porque aplastas con tu odio la afectividad de los niños a tu cargo, aunque ejerzas tus funciones en una “escuela progresista”.
Lo que es un crimen y te convierte en una monstruosidad, mujercilla, es tu perniciosa influencia, que consiste en alienar el afecto que los niños saludables sienten por sus saludables padres, en considerar el saludable afecto de un niño como síntoma patológico. En extender a toda tu influencia el formato de barril de tu cuerpo, piensas como un barril y educas como un barril; no sabes retirarte a un lugar modesto e intentas imponer a los otros tu presencia opaca, tu falsedad o tu odio amargo bajo la máscara de tu falsa sonrisa.
Y tú, pequeño hombrecito, por qué consientes que sean éstas mujeres quienes eduquen a tus hijos, saludables todavía; porque les permites destilar la amargura en el espíritu eres lo que eres, vives como vives, piensas como piensas y el mundo es como es.
Viniste a buscarme para intentar aprender aquello que había sido el fruto de mi trabajo, aquello por lo que luché y lucho. Sin mí habrías sido un oscuro médico de clínica general en cualquier aldea o ciudad de provincia. Te engrandecí a través del acceso a mi conocimiento y las técnicas terapéuticas.
Te enseñé a detectar el modo como es suprimida la libertad, cómo la servidumbre es impuesta y mantenida. Fue entonces que asumiste una posición de responsabilidad como expositor de mi trabajo en otro país, en completa libertad; en el sentido amplio de la palabra, confié en tu honestidad, pero te mantenías dependiendo de mí, pues por ti mismo, poco o nada eras capaz de crear. Necesitabas de mí como base de conocimiento, como fuente de autoconfianza, perspectiva de futuro y sobre todo desarrollo. Todo esto te lo ofrecí con alegría, pequeño hombrecito, sin pedir nada a cambio, fue entonces que declaraste que yo te había “violado”.
Te volviste agresivo con la esperanza de “volverte libre”. Confundir, sin embargo, la imprudencia con la libertad, fue siempre la marca del esclavo. En tu intento de libertad dejaste de enviarme reportes de tu trabajo, te sentías libre -libre de la cooperación y de la responsabilidad. Y es por eso, pequeño hombrecito, que tú y el mundo están donde están.
Imagínate, pequeño hombrecito, ¿cómo se sentiría un águila que estuviese empollando huevos de gallina? En un principio el águila piensa que está empollando pequeñas águilas que irán a tomar un tamaño idéntico al suyo, pero resulta que siempre son pollos. Desesperada, el águila espera que los pollos todavía puedan llegar a ser águilas. El tiempo pasa y resulta que finalmente, son gallinas cacareantes. Entonces, nace en el águila la tentación de comerse a los pollos y gallinas de una sola vez. Sólo un pequeño resto de esperanza le impide hacerlo.
La esperanza de que algún día surja del bando de pollos una pequeña águila capaz de medir la distancia a partir de las cimas de las montañas, de detectar nuevos mundos, nuevas formas de pensar y de vivir. Y sólo esta esperanza impide al águila triste y solitaria devorar a los pollos y gallinas, que ni siquiera se dan cuenta de que ella los sustenta y acoge, que viven en un escarpado peñasco, muy arriba de los valles oscuros y húmedos. Nunca verán a la distancia como el águila solitaria. Se limitarán a engullir lo que el águila, día tras día, les traiga de alimento.
Se dejarán calentar bajo sus poderosas alas siempre que llueva o truene, mientras ella soporta la tempestad sin protección alguna. O llegaron a tirarle piedras por la espalda en los peores momentos; al darse cuenta de esto, su primer impulso fue de despedazarlos, pero, pensándolo mejor, se llenó de compasión. Esperaba todavía que algún día hubiera de surgir, de entre los miopes pollos cacareantes, un águila pequeña, capaz de acompañarlo.
Hasta hoy, el águila no ha desistido, de modo que continúa criando pollos.
Tú no quieres ser águila, pequeño hombrecito, y es por eso que eres devorado por los buitres, tienes miedo de las águilas y es por eso que vives en grandes manadas. Porque algunas de tus gallinas empollaron huevos de buitre, y los buitres se convirtieron en tus jefes, entonces, contra las águilas. Las águilas desearían haberte llevado más lejos, más alto. Los buitres te enseñaron a comer cadáveres, a contentarte con algunos granos de trigo y a berrear: “¡Viva el gran buitre!”.
Y a pesar de tus privaciones y de tu condenación masiva, sigues teniendo miedo de las águilas que protegen a tus pollos.
Construiste sobre la arena tu casa, tu vida, tu cultura, tu civilización, tu ciencia y técnica, tu amor y tu educación infantil.
No lo sabes, pequeño hombrecito, ni quieres saberlo y destruyes al gran hombre que intenta decírtelo. En tu agonía son siempre las mismas cuestiones las que te afligen:
“Mi hijo es obstinado, destructivo, de noche tiene pesadillas, no logra concentrarse en su trabajo escolar, sufre de estreñimiento, tiene mal color, es un niño cruel, ¿qué he de hacer? ¡Ayúdenme!”.
O: “Otra guerra, después de haber luchado en una que debería poner fin a todas las otras, ¿qué podemos hacer?”.
O: “La civilización de que tanto nos enorgullecemos está por decaer en un proceso de inflación. Hay millones de personas con hambre, gente que mata, roba, destruye y abandona toda esperanza. ¿Qué habremos de hacer?”.
“¿Qué habremos de hacer?”, es tu interrogación milenaria. El destino de toda adquisición cultural importante en la cual prevalezca la verdad sobre la seguridad, es la de ser ávidamente devorada por ti y en seguida defecada.
Muchos fueron los hombres con coraje y solitarios que te dijeron lo que deberías de hacer. Y siempre distorsionaste lo que te era comunicado, siempre los llevaste a la amargura y la destrucción. Siempre les tomaste la palabra por el lado equivocado, prefiriendo como regla de la vida el pequeño margen de errores, en vez de la gran verdad; en el cristianismo, en la formación socialista, en el concepto de soberanía popular, en todo lo que tocaste, pequeño hombrecito.
Preguntas: ¿por qué es así? No creo que tomes la cuestión en serio y me vas a odiar cuando escuches la verdad: construiste tu casa sobre la arena y proseguiste así a lo largo de los siglos, porque eres incapaz de respetar la vida, porque hasta el amor de tus hijos destruyes antes de que haya podido florecer; porque no soportas ninguna forma de espontaneidad, ningún movimiento libre, vivo y natural. Y porque no puedes tolerarlo te da pánico y preguntas: “¿Qué irá a decir el señor Pérez?”.
Eres cobarde en tu actividad intelectual, porque la actividad intelectual, la vitalidad y el movimiento son parte de tu cuerpo y tú temes a tu cuerpo; muchos fueron los grandes hombres que te decían: escucha a tu voz interior -sigue la verdad de lo que sientes- venera tu amor, pero tú no prestaste atención a tales palabras. Fueron palabras perdidas en el desierto, apelaciones solitarias que mueren en tu selva desolada, pequeño hombrecito.
Se te ofreció escoger entre la exigencia de superación del Ubermensch (super hombre) de Nietzsche y la degradación del Untermensch (sub hombre) en Hitler. Berreando “Viva” escogiste el Untermensch.
Se te ofreció escoger entre la constitución genuinamente democrática de Lenin y la dictadura de Stalin, escogiste la dictadura de Stalin.
Tuviste la oportunidad de escoger entre la elucidación de Freud para el origen sexual de tus perturbaciones emocionales y su teoría de la adaptación cultural. Escogiste su teoría de la adaptación cultural que no te traería ninguna ayuda, y olvidaste la teoría sexual. Pudiste escoger entre la magnificente simplicidad de Cristo o la complicidad de Pablo con su celibato para los sacerdotes y su matrimonio compulsivo e indisoluble. Para ti escogiste el celibato y el matrimonio indisoluble, olvidando a la mujer simple que parió a su hijo, Jesús, sólo por amor.
Pudiste escoger entre la concepción de Marx de la productividad de tu fuerza de trabajo como única fuente del valor de los productos y la concepción del Estado. Olvidaste tu fuerza de trabajo y escogiste la idea del Estado. Durante la revolución francesa podías escoger entre el cruel Robespierre y el gran Danton. Escogiste la crueldad y enclaustraste la bondad y grandeza del alma en la guillotina.
En Alemania podías escoger entre Goering y Himmler, por un lado y a Liebkncht, Landau y Mühsam, en el polo contrario. Diste a Himmler el cargo de jefe de la policía y asesinaste a tus verdaderos amigos. Podías escoger entre Julius Streicher y Walter Rathenau, asesinaste a Rathenau.
Podías escoger entre Lodge y Wilson, -asesinaste a Wilson. Podías haber escogido entre la crueldad de la inquisición y la verdad de Galileo. Escogiste torturar a Galileo de cuyos descubrimientos hoy todavía te beneficias, sometiéndolo a toda especie de humillaciones. Y en pleno siglo XX, continúas utilizando los mismos métodos de la inquisición.
Puedes escoger entre la comprensión de la enfermedad mental y las terapias de “electroshock” -escoges éstas, para no tener que enfrentar las dimensiones monstruosas de tu propia miseria, prefiriendo la ceguera donde sólo los ojos bien abiertos te podrían salvar. Recientemente tuviste la opción entre la asesina energía atómica y la beneficiosa energía orgánica; congruente con tu estrechez mental, escogiste la energía atómica.
Puedes escoger entre la ignorancia acerca de la célula cancerosa y lo que me fue posible descubrir de sus secretos, la posible salvación de millones de vidas. Pero continúas repitiendo las mismas burradas acerca del cáncer que vienen en los periódicos y revistas, manteniendo en silencio lo que podría salvar a tu hijo, a tu mujer y a tu madre. Mueres de hambre, pero defiendes de los mahometanos la sacralidad de sus vacas, pequeño hombrecito hindú. Andas harapiento, pequeño hombrecito de Italia y eslavo de Trieste, pero lo que más parece importante es saber si el trieste es “italiano” o “eslavo”; siempre pensé que Trieste era un puerto internacional.
Ahorcas a los nazis después de que asesinaron a millones de personas. ¿Dónde es que estabas antes? ¿No bastan docenas de cadáveres para hacerte pensar, sólo millones? Cada uno de estos actos mezquinos da señas de tu monstruosidad de animal humano. Dices: “¿Pero por qué diablos tomas todo esto tan en serio?, ¿te sientes responsable por todo el mal?”
Esta es la cuestión que te condena; si tú, pequeño hombrecito, salido de las filas de millones como tú, te hicieses cargo apenas de una pequeña parcela de responsabilidad, el mundo no sería lo mismo, y todos los grandes hombres que te estiman no serían condenados a muerte por tu mezquindad. Es porque no asumes ninguna responsabilidad, que tu casa está asentada sobre la arena, el techo se cae sobre tu cabeza pero conservas la honra “proletaria” o “nacional”.
El piso se te va por debajo de los pies, pero continúas berreando: “¡Viva el gran jefe, viva Alemania, la Rusia, el pueblo judío!”. Tus hijos agonizan, pero continúas preconizando “la disciplina y el orden” que les impones pegándoles. El viento sopla por tu casa, tu mujer se enferma de pulmonía, pero tú crees que construir tu casa sobre un peñasco no pasa de ser “una fantasía de judío”.
En tu enorme aflicción vienes a mí y me dices: “¡mi bueno, querido y extraordinario doctor! ¿Qué he de hacer? Mi casa se desmorona, el viento sopla dentro, mi mujer y mis hijos están enfermos y yo también, ¿qué he de hacer?”.
La respuesta es: construye tu casa sobre un peñasco, peñasco que eres tú mismo y tu propia naturaleza recta, el amor físico de tus hijos, la esperanza amorosa de tu mujer, lo que esperaba de la vida a los 16 años. Cambia tus ilusiones por un poco de verdad. Manda a tus políticos y diplomáticos a dar una vuelta. Olvida a tu vecino y escucha a tu propia voz -tu vecino te lo agradecería. Diles a tus camaradas del trabajo que deseas trabajar en nombre de la vida, no al servicio de la muerte. No corras para asistir a las ejecuciones de verdugos y víctimas, crea las leyes que protejan la vida humana y sus bienes.
Leyes que serán el peñasco donde asientes tu casa. Protege el amor de los niños de tierna edad, cuídalos de los ataques de los adultos lascivos y frustrados. No aceptes a la solterona intrigante, haz una exposición pública de sus maldades y envíala al reformatorio, en lugar de abandonar allá a los adolescentes carentes de afecto, si tu posición profesional es de dirección. No intentes ser más explotador que quien intenta explotarte. Deja fuera tus pantalones de fantasía y tu sombrero alto y no pidas autorización oficial para amar a tu mujer.
Conéctate con gente de otros países, pues son tus semejantes, en lo que tienes de bueno y de malo. Deja pues, que tu hijo crezca con la naturaleza, pero antes protégela y entiéndela. Acude a las bibliotecas en lugar de asistir a espectáculos de competencias, viaja a otros países en lugar de ir a Acapulco. Y sobre todo procura pensar correctamente, escucha tu voz interior y su suave murmullo, tienes la vida en tus manos. No la entregues a otro y mucho menos a los jefes que eliges. Se tu mismo. Muchos fueron los grandes hombres que ya te lo propusieron.
“Oigan a este pequeño burgués reaccionario e individualista. El tipo desconoce la inexorable marcha de la historia, conócete a ti mismo -dice él. ¡La tontería burguesa lo consume! ¡El proletariado revolucionario mundial, conducido por su bien amado jefe, padre de todos los pueblos, de todos los rusos, de todos los eslavos liberará al pueblo. Abajo los individualistas y anarquistas! ¡larga vida a los padres de todos los pueblos: Viva, viva!”.
Escucha bien ahora, que tengo unas cuantas predicciones graves más que hacerte: estás de hecho en el proceso de apropiarte del mundo, lo que te aterroriza. Durante siglos, vas a asesinar a tus amigos y a saludar como a tus señores a los führers de todos los pueblos, de todos los rusos y prusianos.
Día tras día, semana tras semana y década tras década, elogiarás señor tras señor, olvidando los gemidos de tus hijos, ignorando la agonía de tus adolescentes, las aspiraciones de tus hombres y mujeres o, si llegaras a escucharlos les llamarías individualistas burgueses.
En lugar de proteger la vida, irás derramando sangre detrás de los siglos, en la creencia de que alcanzarás la libertad con el auxilio de los verdugos -y día tras día irás enterrándote en el lodo, con tus propias manos. Continuarás a través de los siglos, siguiendo a embusteros y energúmenos, ciego y sordo al llamado de la vida, de tu propia vida.
Porque tú temes a la vida, pequeño hombrecito, y la destruyes en la creencia de que lo haces en nombre del “socialismo”, o del “Estado”, o de la “honra nacional”, o de la “gloria de Dios”. Hay algo, sin embargo, que no sabes y que no quieres saber: que eres tú el que genera tu propia miseria, hora tras hora, día tras día, que no entiendes a tus hijos y que tú mismo les partes la espalda antes de tener siquiera una oportunidad de desenvolverse, que devoras el amor, que eres avaro y estás ávido de poder -que mantienes preso a tu perro para sentirte “dueño” de alguien. Caminarás errante a través de los siglos y estarás condenado a la misma muerte en masa de tus semejantes, en medio de la miseria social generalizada; hasta que del horror de tu existencia pueda surgirte un pequeño núcleo de lucidez. Hasta que aprendas a buscar a tu verdadero amigo en el nombre del trabajo, del amor y del conocimiento; hasta que aprendas a entenderlo y a respetarlo.
Entenderás entonces, que importa más, para la verdadera vida, una biblioteca que un desafío deportivo; o deambular por el campo meditando, que desfilar por donde sea; el poder del sanar, que el de dar muerte; la saludable estimación de sí mismo, que la conciencia nacional; y la humildad mucho más que la exaltación patriótica o cualquier otra.
Piensas que los fines justifican los medios, aunque estos sean viles. Te engañas: el fin es la trayectoria con que lo alcanzas. Cada paso dado hoy es tu dicha del mañana. Ningún objetivo verdaderamente grande podrá ser alcanzado por medios viles -tienes la prueba de que así ha sucedido en todas las revoluciones sociales. La vileza o inhumanidad de una trayectoria dada te convierte en vil e inhumano, y el fin, se vuelve inalcanzable.
“¿Entonces cómo podré alcanzar mi objetivo, sea este el amor cristiano, el socialismo o la constitución americana?”.
Tu amor cristiano, tu socialismo y tu constitución americana se asientan sobre la vida cotidiana, sobre lo que piensas día a día, sobre el modo como haces el amor con tu compañera, sobre tu actitud ante el trabajo como tu responsabilidad social, sobre la forma en que evitas ser el supresor de tu propia vida. Pero tú, pequeño hombrecito, abusas de las libertades que te son concedidas por las instituciones democráticas, destruyéndolas así, en lugar de intentar consolidarlas en tu vida cotidiana.
Asistí a la forma como tú, refugiado alemán, abusaste de la hospitalidad sueca. Eras en aquel tiempo el futuro jefe de todos los pueblos oprimidos de la tierra. ¿Te acuerdas de la costumbre sueca del smorgasbord? Un mesa llena de platillos y dulces diversos, que cada quien puede tomar cuando quiere. Esta costumbre parecía nueva y extraña, te parecía imposible la confianza en la honestidad de la aldea.
Me dijiste entonces, sin darte cuenta de la perversidad de tu satisfacción, que no habías comido durante todo el día para poder atragantarte durante toda la noche. “Pasé hambre cuando era niño”, dijiste, yo lo sé, pequeño hombrecito porque te vi pasar hambre. Y sé qué es el hambre, pero desconoces que tú, robando smorgasbord, perpetuas el hambre de tus hijos, tú, futuro salvador de todos los hambrientos. Haces cosas que no se deben hacer, tales como robar las cucharas de plata o la mujer, o el smorgasbord de una casa que te ofrece hospitalidad.
Después de la catástrofe alemana te encontré medio muerto de hambre en un parque, me dijiste que “el auxilio rojo” de tu partido, de todos los miserables de la tierra había rehusado ayudarte, porque al haber perdido tu credencial de identidad no podías probar que eras miembro activo. Tus jefes de todos los hambrientos distinguen el hambre según el color de quien la sufre. Nosotros reconocemos el hambre donde la encontramos.
Así eres en las pequeñas cosas, veamos en las grandes, tomaste la gran decisión de abolir la explotación de la era capitalista y el menosprecio de la vida humana, de hacer reconocer tus derechos, ya que hace cien años la explotación, el desprecio por la vida humana y la ingratitud, eran la regla generalizada. Pero entonces había respeto por los grandes hechos y lealtad para con los que generaban grandes cosas. Hoy día cuando miro a mi alrededor, yo te veo trabajando ¿y qué tienes ahora, pequeño hombrecito?
Por donde sea que hayas entronizado a tus pequeños jefes, la explotación de tu fuerza es todavía más grave que hace cien años, el desdén por tu vida es más brutal y hasta el reconocimiento a algunos de tus derechos ha desaparecido.
Y en los países en que estás en vías de colocar un líder nuevo, todo el respeto por los resultados tiende a desaparecer y a ser sustituido por la apropiación abusiva de los frutos del arduo trabajo de aquellos que te estiman. Te rehúsas a reconocer una aptitud, porque piensas que si lo hicieras, no serías más un americano, un ruso o un chino libre; te rehúsas a respetar y reconocer cualquier cosa.
Lo que intentaste destruir florece más vigorosamente que nunca, y lo que intentaste salvaguardar y proteger, como por ejemplo tu propia vida, camina hacia la destrucción. Pasaste a considerar la lealtad como un mero “sentimentalismo” o “hábito pequeño-burgués”; y el respeto de los fines por simple servilismo. No entiendes que eres servil cuando deberías ser irreverente e ingrato siempre que debas lealtad.
En tu obstinada estupidez juzgas poseer el reino de la libertad. Has de despertar de tu pesadilla tendido boca abajo y abatido. Porque robas al donador y das al ladrón. Confundes el derecho a la libertad de expresión y criticas con el comentario irresponsable del chiste barato. Deseas criticar pero no deseas ser criticado, lo que lleva a que quieran destruirte. Quieres atacar y que no te ataquen. Es por eso que disparas desde un escondrijo.
“¡Llamen a la policía! ¿Tiene este hombre su pasaporte en orden? ¿Es realmente médico? ¿Consta su nombre en el Who’s Who? Y la Orden de los Médicos está contra él”.
La policía aquí no te sirve de nada, pequeño hombrecito. Se dedica a agarrar a los ladrones y a regular el tránsito, no a concederte la libertad ni a salvaguardarla. Fuiste tú quien la destruyó y continuarás destruyéndola con inexorable consistencia. Antes de la primera guerra mundial no había pasaportes internacionales, podías viajar por donde quisieras.
La guerra llevada a cabo en nombre de la “libertad y de la paz” acarreó consigo el control de pasaportes, que permanece hasta hoy. Cada vez que quieres recorrer 300 kilómetros en Europa, tienes que pedir autorización a consulados de por lo menos diez países. Y así continúa siendo, años después del fin de la “segunda guerra destinada a acabar con todas las guerras”. Y así continuará siendo después de la tercera y la enésima guerra “final”.
“¡Oigan esto! ¡La difamación de mi espíritu marcial, del honor y la gloria de mi país!”
¡Cállate, pequeño hombrecito! Hay dos tipos de sonidos, el correr de la tempestad sobre la montaña y tu pedo! No pasas de un pedo y te juzgas perfumado de violetas. Si puedo aminorar tu sufrimiento neurótico, ¿cómo te atreves a preguntar si estoy en el Who’s Who? Entiendo la génesis de tu cáncer y tus miserables ministros de Salud Pública prohíben mis experiencias con ratones. Enseñé a tus médicos a entenderte clínicamente y tu Orden de los Médicos me denuncia a la policía -y cuando estás mentalmente enfermo te administran electro-shocks, tal como en la edad media usaban los grilletes y el chicote.
¡Cállate, desgraciado! Toda tu vida es una miseria. No tengo la esperanza de salvarte, pero he de llevar esta conversación contigo hasta el final, aunque me vengas a tocar la puerta encapuchado en el silencio de la noche, trayendo en tus manos ensangrentadas la cuerda para ahorcarme. No puedes ahorcarme, pequeño hombrecito, sin colgarte de la cuerda. Porque yo represento tu vida, tu sentimiento del mundo, tu humanidad, tu amor y tu alegría de crear.
No te es posible asesinarme, pequeño hombrecito, otrora tuve miedo de ti, tal como anteriormente había depositado demasiada confianza en ti, pero me he elevado por encima de ti y ahora te encaro bajo otra perspectiva -la del milenio, hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. Quiero que pierdas el miedo de ti mismo, que vivas con plenitud y alegría; que tu cuerpo esté vivo en lugar de rígido, que ames a tus hijos en lugar de odiarlos, que le des felicidad a tu mujer, en lugar de entretenerte torturándola maritalmente. Soy tu médico y, dado que habito en este planeta, soy médico donde esté; no soy un alemán o judío, o cristiano o italiano, soy un ciudadano de la Tierra. Para ti, por otro lado sólo existen americanos angelicales y japoneses odiosos.
“¡Agárrenlo! ¡Revísenlo! ¿Tiene este hombre licencia para ejercer la medicina? ¡Proclamen un decreto real con el fin de que no pueda practicar la medicina en nuestro país libre! ¡El tipo hace experiencias con la función del placer! ¡Aprehéndanlo! ¡Expúlsenlo del país!”
Fui yo mismo quien ganó el derecho a ejercer mi actividad. Nadie puede concedérmelo. Fundé una nueva ciencia que finalmente permite entenderte a ti y tu vida. Tú mismo la irás a usar dentro de diez, cien o mil años, tal como en el pasado devoraste otras contribuciones, cuando sentiste que la cuerda llegaba a su fin. Tu ministro de salud no tiene poder sobre mi, pequeño hombrecito, apenas lo tendría si tuviera el coraje de conocer mi verdad -coraje que no tiene- y es así que vuelve a su país y comunica al pueblo que yo me encuentro internado en un manicomio de América, y nombra inspector general de los hospitales a un hombre mediocre, que, en un intento de negar la función del placer, había falsificado diversas experiencias. Yo por mi lado, pequeño hombrecito, aquí voy alineando esta plática. ¿Quieres mayor prueba de la impotencia de “tus poderes”?
Tus autoridades, ministros de salud y catedráticos no podrán llevar más lejos de lo que ya llevaron, las prohibiciones que rodearon mi trabajo de investigación de tu cáncer. Todo mi trabajo de disección y de observación al microscopio, que fue hecho a pesar de la prohibición expresa. Los viajes realizados a Inglaterra y Francia de nada sirvieron para perjudicarme. Sólo les era posible atenerse al terreno que siempre había conocido de la Patología, mientras yo, pequeño hombrecito, salvé más de una vez tu propia vida.
“¡Cuando yo consiga dar el poder a mis jefes del proletariado alemán, habremos de aplastarlo! El corrompe a nuestra juventud proletaria, afirma que nuestro proletariado padece de las mismas insuficiencias sexuales que la burguesía, ¡transforma nuestras organizaciones juveniles en burdeles! ¡Afirma que soy un animal! ¡Destruye mi conciencia de clase!”
Es verdad que intento destruir los ideales que construyes a costa de ignorar tu buen sentido y tu capacidad mental, pequeño hombrecito. Sólo deseas la imagen irreal de tu esperanza eterna en un espejo donde no te será posible alcanzarla, pero sólo armado con la verdad podrás tener la Tierra en tus manos.
“¡Expúlsenlo del país! ¡Es un saboteador de la tranquilidad y el orden. Es espía a sueldo de nuestros enemigos de siempre. Compró una casa con el oro de Moscú (¿o sería de Berlín?)!”
Tú no entiendes nada, pequeño hombrecito. Era una vez una viejecilla que tenía miedo de las ratas. Era mi vecina y sabía que yo tenía ratones en el laboratorio instalado en mi sótano. Tenía miedo de que los ratones se le treparan por las faldas y por entre las piernas, miedo que no tendría si hubiera conocido la alegría del amor. Eran esos ratones los que utilizaba para intentar entender el proceso de putrefacción que hay en tu cáncer, pequeño hombrecito.
Pues sucedió que eras mi casero y que la mujercilla en cuestión te pidió que me echaras a la calle, cosa que tú, armado con todo tu gran coraje, tu elevado idealismo y tu riqueza ética, hiciste de buena gana. Tuve, pues, que comprar una casa para poder continuar observando los animales en tu provecho, sin que pudieras venir a perturbarme con tu cobardía. ¿Y que más aconteció después de esto, pequeño hombrecito?
Como delegado de Justicia, ambicioso y mezquino, deseoso de usar mi reputación de hombre peligroso para promover tu carrera, me denunciaste como espía alemán o ruso y conseguiste que la acusación me llevara a prisión. Pero valió la pena asistir a tu perturbación y vergüenza, durante el juicio. Llegué a tener pena de ti, pobre funcionarillo público, tan miserable era tu presencia. Y los agentes secretos que enviaste a mi casa, en busca de “material de espionaje”, no parecían particularmente respetuosos de tu persona. Te encontré más tarde en la persona de un pequeño juez de Bronx, que albergaba la frustración de no haber alcanzado todavía lugar en las más altas esferas.
Me acusaste entonces de poseer libros de Lenin y de Trotsky en mi biblioteca. Ni siquiera sabes para qué sirve una biblioteca. Te dije entonces que podrías encontrar a Hitler, Buda, Goethe, Cristo, Napoleón y Casanova. Porque tal como intenté explicarte, la peste emocional debe conocerse en su génesis y en todas sus formas, lo que parece sorprenderte, juececillo.
“¡Préndanlo! ¡Es un fascista! ¡Desprecia al pueblo!”
Tú no eres el “pueblo”, pequeño hombrecito. Eres tú quien desprecia al pueblo, puesto que prefieres asegurar tu carrera, en lugar de defender sus derechos. Muchos fueron los grandes hombres que te lo dijeron, hombres que nunca escuchaste ni leíste. Forma parte de mi respeto por la gente, exponerme al peligro de decirles la verdad. Podría jugar al Bridge contigo o intercambiar algunos chistes, pero nunca me sentaré a tu mesa, porque tú eres un defensor impotente de los Derechos Humanos.
“¡El hombre es trotskista! ¡Agárrenlo! ¡Es un agitador del pueblo, maldito comunista!”
Yo no agito al pueblo, pero sí tu confianza en ti, en tu humanidad, y es eso lo que te es difícil de soportar. Porque aquello que de verdad deseas es un mayor número de votos, o tu promoción social, o un asiento en la Cámara, o ser simplemente el jefe de todos los proletarios. Tu justicia y tu mentalidad de dictador son la cuerda que amarra el progreso del mundo. ¿Qué le hiciste a Wilson? Ese grande y querido Wilson. Para ti, juez de Bronx, era apenas un “idealista loco”; para ti, futuro jefe de todos los proletarios, era un “explotador del pueblo”. Lo asesinaste, pequeño hombrecito, con tu indolencia, tu ignorancia y tu miedo a la esperanza.
Casi me asesinas a mi también, pequeño hombrecito.
¿Te acuerdas de mi laboratorio, hace dos años? Entonces eras un simple asistente, estabas desempleado y me habías sido recomendado como un socialista eminente, miembro de un partido gubernamental. Recibiste un buen salario y eras libre, en el pleno sentido de la palabra, te incluí en todas mis deliberaciones, porque creí en ti y en tu “misión” ¿Te acuerdas de lo que pasó? La libertad se te subió a la cabeza. Durante días, te vi paseando, fumando tu pipa, sin hacer literalmente nada y sin que yo entendiese por qué.
En la mañana, cuando llegaba al laboratorio, esperabas con aire provocador que yo fuese el primero en saludarte. Yo gusto de saludar primero a las personas, pequeño hombrecito, pero si esperas a que yo lo haga, eso lo aborrezco porque en tu entendimiento de las cosas yo soy tu “superior jerárquico” o tu “patrón”. Te dejé abusar de tu libertad durante algunos días y después me decidí a tener una plática contigo. Admitiste entonces, con lágrimas en los ojos, que no sabías que hacer, integrado a este nuevo sistema. No estabas habituado a la libertad.
En tu anterior lugar de trabajo ni siquiera tenías autorización para fumar delante de tu jefe; se partía del principio de que sólo abrías la boca cuando te dirigieran la palabra, a ti, futuro jefe de todos los proletarios. Y cuando te encontraste en la libertad genuina tu actitud fue de impertinencia y provocación. Te entendí y te conservé en el lugar. Poco tiempo después te despediste y fuiste a decir todo lo que sabías de mis experiencias a un psiquiatra de la corte, sexualmente abstemia. Tú fuiste el informador secreto, uno de los hipócritas y delatores que instigaron la campaña de prensa que se desencadenó contra mí. Así es, pequeño hombrecito, siempre que se te da a probar la libertad -sólo que, contrariamente a tus intenciones, tu campaña hizo avanzar diez años mi trabajo.
Por eso te abandono, pequeño hombrecito, no estaré más a tu servicio, ni es mi intención condenarme a una muerte lenta por tu amor. No podrás seguirme en la trayectoria que me impuse. Quedarías aterrado si tuvieses alguna idea de lo que te espera en el futuro. Porque a partir de ahora eres tú quien gobierna el futuro -y mis solitarias conquistas harán parte de tu futuro. Pero no te quiero como compañero de viaje -como compañero, sólo eres agradable en la mesa de un bar, nunca por donde voy.
“¡Fuera con él! Este hombre ridiculiza a la civilización, que yo, el hombre común, ayudé a construir. Soy un hombre libre en una democracia libre”.
Tú eres la nada, pequeño hombrecito, la nada absoluta. No fuiste tú quien construyó esta civilización, pero si un puñado de tus mejores amos. Cuando te encuentras integrado en un proceso de construcción, no tienes la menor idea de qué construcción se trata. Y cuando alguien te solicita para que tomes la responsabilidad de la construcción, le llamas “traidor del proletariado” y corres a esconderte tras del Padre de Todos los Proletarios, que no te solicita.
No eres libre, pequeño hombrecito, no tienes la menor idea de qué significa vivir en libertad. ¿No fuiste tú quien diseminó la plaga emocional en Europa y en América? Piensa en Woodrow Wilson.
“¡Oigan, pero este tipo me acusa a mí, un pequeño hombrecito! ¿Qué poder tengo yo para influenciar al presidente de los EUA? Yo cumplo con mi deber, hago lo que manda mi patrón y no me meto en política”.
Y cuando arrastras miles de hombres, mujeres y niños para las cámaras de gas, no haces más que cumplir lo que te mandan, ¿no es así, pequeño hombrecito? Eres un pobre diablo que nada tiene que decir, sin opinión propia, ¿quién eres tú para meterte en política?
Yo lo sé, ya te oí decir lo mismo con frecuencia, pero déjame preguntarte: ¿Por qué no cumples con tu deber en silencio cuando un hombre sabio te afirma que eres responsable por tu trabajo, o que no debes golpear a los niños o te incita por milésima vez a que dejes de obedecer a los dictadores? ¿Dónde está entonces tu sentido del deber, tu inocente obediencia? No, pequeño hombrecito, tú no escuchas cuando se dice la verdad, sólo puedes escuchar el ruido sin sentido. Y entonces gritas: “¡Viva!”. Eres cobarde y cruel, sin el mínimo sentido de tu verdadero deber, el de ser humano y preservar a la humanidad.
Eres una mediocre imitación de sabio y extraordinaria de ladrón. Tus películas, programas de radio e historietas abundan en toda especie de crímenes. Tendrás que arrastrar todavía durante siglos tu mediocridad, antes de poder volverte dueño de ti mismo. Si me separo de ti es con el fin de servir mejor a tu futuro. Porque con la distancia no me puedes alcanzar y tienes más respeto por mi trabajo.
Desprecias lo que te es cercano. Es por eso que colocas a tus generales o mariscales proletarios en pedestales, porque de otra forma no podrías “hacer de cuenta” que los respetas. Es por eso que desde los albores de la historia, los grandes hombres siempre supieron mantenerte a distancia.
“¡El tipo es megalómano! ¡Está completamente loco!”
Conozco la facilidad con que diagnosticas la locura, toda la verdad que te desagrada, pequeño hombrecito, y cómo te consideras el espécimen acabado del homo normalis. De una manera u otra condenas a reclusión a los locos, y son ustedes las personas “normales” las que gobiernan al mundo. ¿A quién pedir cuentas de toda esta miseria? A ti, nunca.
Tú apenas cumples con tu deber, y ¿quién eres tú para tener una opinión propia? Lo sé, no es necesario que lo repitas, tu no cuentas, pequeño hombrecito. Pero cuando pienso en tus hijos recién nacidos, el modo como los torturas con el fin de transformarlos en criaturas “normales”, a tu imagen y semejanza, me siento tentado a acercarme a ti nuevamente con el fin de impedir tus crímenes. Pero sé también que tuviste el cuidado de protegerte a ti mismo a través de una institución como la Secretaría de Educación.
Me gustaría llevarte a dar una vuelta por este mundo, pequeño hombrecito, y mostrarte lo que eres y lo que fuiste, en el presente y en el pasado, en Viena, en Londres, en Berlín como “representante del poder popular” como miembro de algún credo. Podrías encontrarte y reconocerte en todas partes, aunque fueses francés, alemán u hotentote si tuvieses el coraje de mirarte a ti mismo.
“¡Óiganlo! ¡Ahora me insulta y ridiculiza mi misión!”.
No es eso lo que intento hacer, pequeño hombrecito, no estoy ridiculizando tu misión. Me daría mucha alegría si me contradijeras, si me dieses pruebas de que eres capaz de mirarte y reconocerte.
Es necesario que des pruebas, el mismo tipo de pruebas que se exigen de un albañil cuando construye una casa; tiene que ser visible y habitable. No tienes derecho de berrear que alguien te lesiona la honra cuando afirma que él apenas discursa sobre la “misión de construir casas” sin realmente construir algo. Del mismo modo te exijo que pruebes ser el apóstol y el soporte del futuro de la humanidad. Deja de usar cobardemente las consignas de “la honra de la nación” o del “proletariado” para esconderte -para mi ya has mostrado lo que realmente eres.
Tal como te decía, aquí te dejo. La reflexión de muchas noches sin dormir me llevó a la necesidad de hacerlo. Tus futuros jefes de todos los proletarios son menos complicados. Hoy en día son tus líderes, mañana los encontrarás produciendo mecánicamente copias para algún periódico desconocido y serán capaces de hacer lo que sea para continuar desempeñando cualquier cargo. Cambian de convicción como quien cambia de camisa.
Yo no, sigo estimándote y preocupándome por tu destino. Pero una vez que eres incapaz de respetar cualquier cosa o persona que te es cercana, es necesario crear entre nosotros cierta distancia. Serán tus bisnietos los herederos de mi trabajo. Y por ellos esperaré hasta el fin, con tal de poder gozar de mis frutos, tal como durante treinta años lo esperé de ti. Tú, mientras tanto, continuabas berreando: “abajo el capitalismo” o “abajo la constitución norteamericana”.
Ven conmigo, pequeño hombrecito, te voy a mostrar unos cuadros de tu vida cotidiana. No huyas. Serán odiosos, pero saludables y todo no es tan terriblemente peligroso. Hace cien años, aprendiste a parlotear a los físicos que construían máquinas y te decían que el espíritu no existía. Surgió entonces un gran hombre que te demostró tu propio funcionamiento psíquico, sólo que desconocía la conexión entre tu espíritu y tu cuerpo. Dijiste entonces: “¡Ridículo psicoanálisis! ¡Charlatanería! Se puede analizar la orina, pero no se puede analizar la psique humana”.
Dijiste esto porque en materia de medicina, poco sabías, no más allá del análisis de la orina. La lucha por el espíritu duró aproximadamente cuarenta años. Conozco bien tus confusiones de esa lucha, porque las compartí en tu nombre. Descubriste entonces que se podía ganar mucho dinero con las perturbaciones de la mente humana. Basta con hacer que un enfermo venga diariamente, durante una hora, a lo largo de algunos años, y que esa hora la pague bien.
Entonces, y sólo entonces, comenzaste a creer en la existencia del espíritu mientras, concomitantemente, se iba consolidando el conocimiento de tu cuerpo. Descubrí que tu espíritu es una función de tu energía vital; esto es, en otras palabras que existe una unidad entre el cuerpo y el espíritu. Esta fue la línea de reflexión que seguí, llegando a la conclusión de que expandes esa energía vital siempre que te sientes bien y efectivamente seguro, y que la retraes hacia adentro de tu propio cuerpo siempre que tienes miedo. Durante quince años te mantuviste silencioso en cuanto al contenido de esas conclusiones.
Lo que no me impidió seguir por la misma vía y descubrir que esta energía vital, a la cual le di el nombre de “Orgón”, se encuentra también presente en la atmósfera, fuera de tu cuerpo; conseguí volverla visible en la oscuridad y montar un aparato capaz de amplificarla y volverla luminosa, mientras tú jugabas a las cartas o te entretenías torturando a tu mujer y a tus hijos; yo permanecí varias horas por día durante largos años, en mi cámara oscura, intentando cerciorarme que había realmente aislado tu energía vital. Gradualmente encontré la forma de demostrarlo a otros y se pudo constatar que les era posible ver lo mismo que yo.
Pero tú, en tu calidad de médico creyente de que lo psíquico es apenas una secreción de las glándulas endocrinas, te aprestaste a afirmar a uno de mis enfermos recuperados que mi suceso terapéutico fue apenas un resultado de la “autosugestión”. O sufriendo como sufres de dudas obsesivas y fobias relacionadas con la oscuridad, afirmas en relación de los fenómenos que acabas de observar que también ellos se deben a la “sugestión”, o que te sientes como salido de una sesión espiritista. Eso crees, pequeño hombrecito.
En 1946 utilizabas las mismas reflexiones absurdas sobre el “alma” que en 1922 utilizabas para negarle la existencia. Continúas siendo lo mismo, pequeño hombrecito. En 1984 continuarás, con el ánimo ligero, ganando dinero con el orgón y difamando con ligereza, sofocando en el silencio e intentando destruir cualquier otra verdad tal como lo hiciste con el descubrimiento de lo psíquico y de la energía cósmica.
Permanecerás siendo el mismo, pequeño hombrecito, “lleno de espíritu crítico”, berreando “¡Viva!” a este y aquél. ¿Te acuerdas de lo que dijiste del descubrimiento de que la tierra no es inmóvil sino que gira en sí misma y se mueve en el espacio? No tuviste otra respuesta sino la del chiste estúpido de que a partir de entonces, los vasos pasarían a caer de las charolas de los criados. Fue hace algunos siglos de modo que ya lo olvidaste.
Todo lo que sabes de Newton es que “le cayó una manzana en la cabeza”; todo lo que sabes de Rousseau es que preconizaba “el retorno a la naturaleza”. La única cosa que aprendiste con Darwin fue “la supervivencia de los más aptos” y no tus orígenes como primate. De Fausto de Goethe, que tanto te agrada citar, aprendiste tanto como un gato entiende de matemáticas. Eres estúpido y vanidoso, vacío y payaso, pequeño hombrecito. Siempre encuentras la forma de desvirtuar lo esencial y asimilar lo erróneo.
Tu Napoleón, un hombrecillo de galardones dorados, que nada nos legó más que el cumplimiento obligatorio del servicio militar, sigue en tus librerías todo adornado en dorado, mientras que a mi Kepler, que tuvo la intuición de tu origen cósmico, no se le puede encontrar a la venta en ninguna librería. Y es por eso que sigues en el fango pequeño hombrecito. Es por eso que me veo obligado a contradecirte cada vez que pareces estar convencido de que yo trabajé y luché durante veinte años, que gasté enormes sumas apenas para “sugerirte” la existencia de la energía cósmica del orgón.
No, pequeño hombrecito, aprendí realmente a sanear el mal que te aflige, cosa que no puedes creer. Te oí claramente afirmar en Noruega, que: “cualquiera que gaste una suma en meras experiencias debe estar completamente loco”. ¡Claro!, juzgar por ti mismo, sólo te es posible tomar, nunca dar, por eso te es inconcebible que alguien pueda tener alegría en la dádiva, tal como te es inconcebible la hipótesis de estar con una mujer sin que inmediatamente te den ganas de “fornicártela”.
Tal vez me fuese posible respetarte si al menos fueras grande cuando “robas” felicidad. Pero hasta en esto eres mediocre. No eres necio, pero como tu estado psíquico mental es de estreñimiento, eres incapaz de crear -robas el hueso y te arrastras hacia el primer hoyo donde puedas roerlo en paz. Tal como Freud un día te lo dijo: atracas al primer individuo generoso que te encuentras y lo secas hasta la médula en lo que tenga para darte. Y es a él a quien llamas idiota. Le absorbes lo que pueda darte de sabiduría, de alegría, de grandeza, pero eres incapaz de digerir lo que de él te venga; se te sale en las heces y el olor que exhala es pavoroso. O, para salvaguardar tu dignidad, después de lo que en realidad es una violación y un hurto, le llamas alienado, charlatán o perverso sexual.
Aquí tenemos un “perverso sexual” ¿lo recuerdas, pequeño hombrecito (tú eras presidente de una sociedad científica)? ¿Cómo te fue necesario correr el rumor de que yo obligaba a mis hijos a presenciar el acto sexual? Esto pasó poco después de que publicara mi primer artículo sobre el derecho de los niños a la actividad genital. En otra ocasión (eras presidente temporal de una especie de asociación cultural en Berlín) hiciste correr el rumor de que yo salía en coche por el campo con adolescentes, con el fin de seducirlas. Nunca seduje adolescentes, pequeño hombrecito. La obscenidad es una fantasía tuya, no mía. Amo a mi mujer y a mi hija -es tu incapacidad de amar a los tuyos la que te lleva al deseo inconfesable de andar por los bosques seduciendo muchachitas.
¿Y tú, “muchachilla”, no es verdad que sueñas con la “masculinidad” del ídolo cinematográfico? ¿No eres tú quien lleva su fotografía contigo a la cama? ¿Que haces el juego de la aproximación y de la seducción afirmándote como mayor de 18 años? ¿Y no eres tú también quien lo acusa de crimen de violación ante un tribunal? ¡Y liberado de culpa o condenado, tus abuelas besan las manos del gran artista de cine! Tú entiendes, pequeña jovencita.
Querías ir a la cama con él, pero fuiste incapaz de asumir la responsabilidad. Por eso lo acusas, pobre muchachilla violada. O tú, mujer madura, también violada, que conociste mayor placer en la relación sexual con tu chofer que con tu marido. ¿No fuiste tú quien lo sedujo, por sentir más sana su sexualidad de hombre de color? ¿Y no fue entonces que lo acusaste de criminal, a él que no tenía apoyo ninguno, víctima de su condición de “raza inferior”? Evidentemente que no, tú eres pura y blanca, tus antepasados vinieron en el May Flower, eres “hija de ésta o aquella Revolución” del norte o del sur, cuyo abuelo se enriqueció a costa de los esclavos negros, trayéndolos de la selva libre a la América encadenada. Como eres inocente, pura, blanca, como es inexistente tu deseo del negro, ¡pobre criatura! Miserable cobarde, descendiente monstruosa de una raza enferma de cazadores de esclavos, de un Cortés que atrajo a miles de aztecas, confiados, a una emboscada, donde los exterminó.
¡Desgraciadas hijas de esta o aquella revolución! ¿Qué hicieron con los esfuerzos de los revolucionarios americanos, con los esfuerzos de Lincoln, que liberó a tus esclavos para ser entregados, ahora, al “mercado de libre competencia”? ¿Pero cuál es su concepción de emancipación? Mírense al espejo, hijas de la revolución rosa, azul o blanca -vean cómo son idénticas a las “hijas de la Revolución Rusa” muchachas inocentes y castas.
Si tan sólo una vez hubieran sido capaces de dar amor a un hombre, las vidas de muchos negros, judíos y trabajadores se hubieran ahorrado. De la misma forma como matan en los niños lo que está vivo en ustedes, en los negros matan su íntimo anhelo de amor, sus fantasías sexuales que han degenerado en frívola pornografía. ¡Qué gran vileza generan sus sexos muertos!
No, hijas de ésta o aquella revolución, no tengo la menor intención de convertirme en el juez distrital, o el comisario; cargo que dejo de buen grado a las rígidas criaturas uniformadas que las comandan. Guardo mi amor para los pájaros y ardillas, los animales libres que tan cerca están de los negros, no los negros de Harlem, con sus cuellos almidonados y trajes tiesos, sino los negros integrados en sus tribus de la selva.
No las enormes mujeres negras de aretes en las orejas, cuyo placer negado les agranda las nalgas hasta el absurdo, pero sí a los esbeltos y suaves cuerpos de las muchachas de los mares del sur, en cuyas carnes se complace la vileza de los puercos sexuales de este o aquel ejército, muchachas que desconocen que su amor puro es “usado” como en una relación de burdel de Denver.
Sí, pequeña mujercita blanca, tú deseas a un ser humano que no ha comprendido todavía que es explotado y despreciado. Sólo que tus días están contados. Tu versión “virgen de la raza germánica” fue extinguida, pero subsistes todavía como “virgen de la clase proletaria” en Rusia, o como “hija de la revolución americana”.
Pero de aquí a unos quinientos o mil años, cuando muchachos y muchachas saludables puedan al fin proteger el amor y en él hallar alegría, nada más quedará de ti la memoria de tu ridículo. ¿No fuiste tú quien rehusaste oír la maravillosa y vibrante voz de Marian Anderson, tú, mujercilla cancerosa? Su nombre permanecerá en la música a través de los siglos, cuando ya nada reste de ti.
Me pregunto si también a ella le es posible pensar en términos de siglos, o si forma parte del número de los que prohíben el amor de sus hijos. Lo ignoro -los verdaderos vivos, ahora corren, ahora vagan. La vida misma los satisface, la verdadera vida que tú desconoces, mujercilla putrefacta.
Inventaste el mito de que tú representas a la “sociedad”, mito que tu pequeño hombrecito se aprestó a ratificar de alma y corazón. No lo eres. Es verdad que sigues anunciando cotidianamente, en tu periódico judío o cristiano, cómo y cuándo se va a acostar tu hija con un hombre, pero ¿cuál es el individuo con el mínimo de cerebro que le interesaría tal cosa? ¡”La sociedad” soy yo, el carpintero, el jardinero, el profesor, el médico, el obrero. Esto y no tú, criatura rígida, disimulando tu putrefacción! Tú no eres la vida, pero sí su distorsión. Mas, entiendo por qué te retiraste a tu fortaleza de bienes y poder ¿qué otra cosa podrías hacer; enfrentar la mezquindad de los carpinteros, jardineros, médicos, profesores y obreros?
Siendo el horror que eres, tu retirada se justifica, pero la mezquindad y la vileza la tienes hasta los huesos, en tu estreñimiento, en tu reumatismo, en tu disimulación, en tu negación de la vida. Eres desgraciada, pequeña mujercita, porque tus hijas se prostituyen, tus hombres se secan y tu vida se pudre y con ella tus tejidos. Y no me inventes historias, hija de la revolución, yo ya te vi completamente desnuda.
Eres cobarde y siempre lo fuiste, tuviste la felicidad en tus manos y la dejaste ir. Pariste presidentes y los infectaste con tu vileza. Se dejan fotografiar colgando medallas sobre personas en perpetua sonrisa, y no se atreven a nombrar las cosas por su nombre. Tuviste el mundo en tus manos, y le lanzaste, en Hiroshima y Nagashaqui, tus bombas atómicas; esto es, tu hijo lo hizo por ti. Cavaste tu tumba con tus propias manos, mujercilla cancerosa. Con una sola de estas bombas aniquilaste para siempre a tu clase y a toda tu raza.
Porque no tuviste siquiera la humanidad de avisar a los hombres, a las mujeres y los niños de Hiroshima y Nagashaqui. Ni un gesto de grandeza y, por ese gesto no cumplido, toda tu especie desaparecerá como un guijarro abandonado en el océano. No importa lo que tengas que decir o pienses, pobre paridora de tantos generales mentecatos -de aquí a quinientos años serás apenas motivo de espanto y júbilo. Que no lo seas ya, es apenas pedazo de la miseria del mundo. Sé lo que vas a decir, criatura. Todas las apariencias están a tu favor, “la defensa del país” etc. Se usó el mismo argumento en otra ocasión, en la vieja Austria. ¿Nunca oíste a un cochero vienés berrear: “¡Viva mi Káiser!”? Pues es la misma música.
Es verdad que tu yerno es el vicepresidente de la Cámara o que tu sobrino es alto funcionario del Ministerio de Finanzas. Entre una y otra taza de té, ve diciéndoles unas cosas a mi respecto. Al individuo que quiera ser presidente de la Cámara o al director general, no ha de dejar de convenir la utilización de una víctima en nombre de “la ley y el orden”. Sé muy bien cómo se mueve a los corderillos, pero no ha de ser eso lo que te salve -mi verdad tiene más fuerza que tú.
“¡El hombre es un obsesionado, un fanático! ¿Será que yo no tengo ninguna función en la sociedad?”
Apenas te demostré que eres mediocre y vil, pequeño hombrecito, tú y tu mujer; todavía no mencioné tu utilidad e importancia. ¿O juzgas que arriesgaba el pescuezo en una plática de éstas si no te hallara importante? Toda tu mezquindad y vileza es mucha más grave vista a la luz de tu inmensa irresponsabilidad e importancia.
Se afirma habitualmente que eres estúpido –ahora, yo sé que eres inteligente, pero cobarde. Se afirma que eres el estiércol necesario para fertilizar a la sociedad humana -yo diría que eres la semilla. Se dice también que la cultura requiere de esclavos. Yo afirmo que ninguna cultura puede ser edificada sobre cualquier forma de esclavitud. La monstruosidad de este nuestro siglo volvió ridícula cualquier evolución cultural a partir de Platón. ¡La cultura humana todavía ni siquiera existe, pequeño hombrecito!
Comenzamos ahora a entender la degeneración patológica del animal humano. Esta “plática” con el pequeño hombrecito o cualquier otro escrito válido que pueda ser publicado hoy en día, será para la cultura que haya dentro de mil o cinco mil años, lo mismo que la primera rueda de piedra de hace milenios es para la Locomotora Diesel de nuestros días. Tu pensamiento es estrecho, pequeño hombrecito, tú no ves más allá del tiempo que transcurre entre el desayuno y la cena. Tendrás que aprender a pensar en términos de siglos, y la perspectiva del futuro en términos de milenios. Tendrás que aprender en términos de la verdadera vida, en términos de tu desenvolvimiento desde la primera partícula plasmática hasta el animal humano capaz de caminar erecto, pero incapaz aún de pensar con claridad.
Porque tu memoria no detiene acontecimientos de hace diez o veinte años, continúas cometiendo las mismas burradas de hace dos milenios. Y todavía peor: te agarras a ellas -a tu “raza”, “clase”, “nación”, a tus ritos religiosos compasivos y a la represión del amor. No te atreves a mirar hasta qué punto te encuentras atorado en tu miseria. De vez en cuando sacas la cabeza del lodo y berreas “¡Viva!”. El croar de una rana en el charco está más cerca de la vida que tú.
“¿Por qué no me sacas del pantano? ¿Por qué no participas en mis reuniones del partido, en mis parlamentos, en mis conferencias diplomáticas? ¡Eres un traidor! ¡Dices que luchaste por mí, que sufriste y te sacrificaste, y ahora me insultas!”.
Yo no puedo arrancarte del pantano. Sólo tú puedes hacerlo. Nunca participé de tus círculos y conferencias políticas porque la regla principal consiste en “callar lo esencial”, “hablar apenas de lo Accesorio”. Sólo gritas “abajo el punto principal”, “vivan las casualidades”.
Es verdad que durante veinticinco años luché por ti, te sacrifiqué mi seguridad profesional y la paz de mi familia; financié organizaciones tuyas, participé en marchas y manifestaciones de protesta. Es verdad que, en mi calidad de médico, te di miles de horas, sin recibir ninguna compensación -errante de país en país por tu causa, sustituyéndote muchas veces, mientras berreabas con más ganas “Vivas”.
Fui literalmente capaz de arriesgar la vida por ti, en el tiempo de la gran plaga política, cuando te transportaba clandestinamente al mejor abrigo, bajo pena de muerte de ser descubierto; ayudé a proteger a tus hijos de las embestidas de la policía contra sus manifestaciones públicas -y gasté todo cuanto tenía en la creación de instituciones de salud mental donde fuese posible hallar orientación y apoyo. Pero tú nada tenías para darme a cambio.
Querías estar a salvo, pero ni una sola vez en el transcurso de estos treinta monstruosos años de peste emocional fuiste capaz de generar una sola idea fecunda. Y una vez terminada la segunda guerra mundial, te encontraste exactamente en el mismo punto que cuando comenzó; tal vez unos milímetros más a la “izquierda” que a la “derecha”, pero hacia adelante ¡nada! Malbarataste las adquisiciones de la lucha francesa por la emancipación, y hasta la extraordinaria emancipación rusa conseguiste transformarla en un aborto a los ojos del mundo.
Tu gran falla, que sólo espíritus verdaderamente grandes y solitarios pueden entender sin cólera, sin desprecio, fue la causa de la desesperación en todo el mundo de todos aquellos dispuestos a sacrificar todo por ti. Durante todos esos años de horror en esa sangrienta mitad de siglo, ni una sola palabra se te escuchó que no fuera banal, ni una sola palabra de consuelo ni siquiera de sentido común, sólo slogans.
Mientras tanto, no me desanimé del todo, pues aprendí a conocerte todavía mejor y más profundamente. Entendí que no te era posible pensar o actuar de otro modo. Reconocí entonces el miedo mortal que te suscita toda forma de vida que hay en ti, miedo que siempre amenaza la continuidad de todo lo que intentes de genuino y cierto. Tú no puedes entender que el conocimiento sea fuente de esperanza.
La esperanza, para ti, siempre tendrá que venir de los otros, nunca de ti mismo. Es por eso que, frente a mi actitud respecto al colapso de tu mundo, me llamas “optimista”, pequeño hombrecito, ¿y quieres saber por qué soy optimista y creyente en el futuro? Escucha:
Durante el tiempo que me preocupé por ti, tu testarudez me sacó de quicio una y otra vez. Una tras una, olvidé las ofensas que se seguían al apoyo que te daba, mil veces fui forzado a tener en cuenta tu condición de enfermo; hasta que abrí los ojos y te vi -el primer movimiento fue de desprecio y cólera, pero aprendí gradualmente a sustituirlos por la comprensión del mal que te afecta. Después de esto ya no te odié por convertir al mundo en algo tan confuso; en tus primeros intentos de liderazgo en el mundo comencé a entender que ese era el único resultado posible, después de miles de años de represión de la verdadera vida.
Enuncié la ley fundamental de lo que vive, pequeño hombrecito, al mismo tiempo que andabas por ahí anunciando “mi” locura. Eras entonces un psiquiatra insignificante, con una cierta experiencia de movimientos de juventud y con altas posibilidades de una futura afección cardíaca, dado que eras impotente; moriste pues, años más tarde, literalmente con el corazón hecho pedazos, pues no impunemente se roba y difama a cualquiera; no sí se tiene un mínimo de integridad y ésta, tú la tenías escondida en un rincón oscuro de tu alma, pequeño hombrecito.
Cuando pasaste de ser mi amigo a ser mi enemigo, pensaste que yo estaba “listo” y me diste el puntapié final, porque sabías que yo tenía razón y que no te era posible seguirme y mantener el mismo paso. Cuando años más tarde volví a la lucha, más pertinaz, “siempre-de-pie”, y ahora más fuerte, acertado y determinado que nunca, sufriste un susto que te fue mortal.
Tuviste, sin embargo, tiempo de verificar por qué abismos fui forzado a pasar, terreno inestable que habías preparado para mí en tu deseo de destruirme. ¿Tú no intentaste en tu miedosa organización, llevar adelante mis enseñanzas como si fueran tuyas? Te aseguro que la gente honesta que te rodeaba lo sabía, lo sé porque ellos me lo dijeron. Las tácticas clandestinas pueden llevarte a la tumba antes de tiempo, pequeño hombrecito.
Y porque la vida a tu lado, es demasiado arriesgada, porque con tu cercanía es imposible servir a la verdad sin ser apuñalado por la espalda y vilipendiado, opté por la separación. Y lo repito: no la separación de tu futuro, sino de tu proximidad. No de tu humanidad, sino de tu inhumanidad y mezquindad.
Me sostengo capaz de cualquier sacrificio en nombre de la verdadera vida -no por ti, pequeño hombrecito. Sólo hace poco me di cuenta del tremendo error en el cual trabajé durante 25 años: me dediqué a tu persona y a tu forma de vida, creyente de que tú eras la vida, la simple entereza, el futuro y la esperanza.
Tal como yo, otros fueron los que, desprevenidos y de buena fe, procuraban hallar en ti el sentido de la vida. Ni uno solo sobrevivió. Siendo así, decidí no dejarme morir, victimado por tu estrechez de visión y mezquindad. Porque creo en la importancia de lo que hago. Descubrí la energía que es la vida, pequeño hombrecito -pero ya no cometo el grave error de confundirte con la fuerza que sentía en mí y que buscaba en ti.
Mi contribución real para la seguridad de lo que realmente está vivo y de tu futuro, sólo será posible si se pudiera, de forma bien clara y nítida, hacer la separación entre la vida, sus funciones y características, y tu forma de vida. Sé que es necesario valor para poder entrar en conflicto contigo -pero voy a continuar el trabajo para el futuro, porque me inspiras compasión y porque no me mueve el deseo de ser alzado a la posición de “gran” líder mediocre, a través de ti, y a que aspiran tus miserables jefes. Hace ya algún tiempo que la vida comienza en ti a dar señales de rebeldía frente a la distorsión que le es impuesta. Esta es la primera hora de un futuro mejor, del fin de toda forma de mediocridad.
Porque ahora el modo como actúa la plaga emocional se va haciendo demasiado obvio. Acusas a Polonia de las intenciones de agresión militar, después es tomada la decisión de agredir a Polonia. Acusas al rival de la intención de crimen, después de decidir eliminarlo. Acusas de pornográfica la vida sexual sana, porque tienes en mente intenciones pornográficas.
Ya te topamos, pequeño hombrecito, te vas tornando transparente bajo tu fachada de desgracia y sumisión. Lo que te he pedido es que determines el rumbo del mundo con tu trabajo y tu realización -no queremos que reemplaces a un mal tirano por otro todavía peor.
Lo que se te exige es que te sometas a las leyes de la vida, tal como querías que los otros lo hiciesen; que te modifiques a medida que los vas criticando. Cada vez es más obvia tu predisposición para hablar de tu avidez, tu irresponsabilidad -lo malo de ti que corrompe toda la belleza de la Tierra. Sé que no te agrada lo que oyes, que prefieres berrear “¡Viva!”, y que eres muy capaz de parir el futuro país de los proletarios o del IV Reich. Pero no creo que lograrás contaminar al mundo como lo lograste en el pasado, -aunque seas todavía brutal bajo tu máscara de sociabilidad y gentileza, pequeño hombrecito. No puedes pasar una hora conmigo sin traicionarme. ¿No lo crees?, deja entonces que te refresque la memoria:
Acuérdate de la magnífica tarde en que viniste en la persona de un leñador a pedir trabajo a mi cabaña en la montaña. Después de olerte, mi perro te brincó lleno de alegría; viste que era un can de buena raza y dijiste entonces: “debería amarrarlo para hacerlo bravo, el perro es demasiado manso” a lo que te respondí: “yo no quiero tener una fiera amarrada con cuerdas, no me gustan los perros bravos”. Ah, amistoso pequeño leñador, tengo muchos más enemigos en el mundo que tú, pero sigo prefiriendo a mi majestuoso perro, cariñoso con toda la gente.
¿Te acuerdas del domingo lluvioso en que la angustia delante del fenómeno de tu rigidez biológica me llevó a salir de casa, largando el trabajo, para irme a meter en uno de tus bares? Me senté en una mesa y pedí un whisky. (No, pequeño hombrecito, no soy alcohólico, aunque guste de beber de vez en cuando).
Estaba ahí bebiendo mi vaso cuando te escuché en tu borrachera; habías sido desmovilizado de la guerra; describiste a los japoneses como “changos horrorosos”, y fue entonces que afirmaste, con la expresión facial que yo te conozco muy bien en mi trabajo terapéutico: “¿Ustedes saben lo que se debería hacer con todos los japoneses de la costa occidental? Estrangularlos a todos, uno por uno, pero lentamente, apretándoles el cuello poco a poco… así… muy despacio…” e ibas haciendo los gestos con las manos, pequeño hombrecito. El mesero te apoyaba, afirmaba admirado delante de tu heroica masculinidad. ¿Alguna vez tuviste un bebé recién nacido en los brazos, patriotero de mierda?
Durante muchas décadas continuarás todavía estrangulando espías japoneses, aviadores americanos, campesinas rusas, oficiales alemanes, anarquistas ingleses y comunistas griegos; habrás de fusilarlos; condenarlos a la silla eléctrica, a las cámaras de gas -lo que en nada irá a alterar tu estreñimiento, tu incapacidad de amar, tu reumatismo o tu enfermedad mental. No serán los crímenes que puedas cometer los que irán a sacarte del lodo en que estás. Mírate a ti mismo, pequeño hombrecito, es tu única esperanza. ¿Te acuerdas, pequeña mujercilla, el día que viniste a mi consultorio, con espuma, de la rabia contra el hombre que se había separado de ti?
Durante años tú, tu madre, tus sobrinos, nietos y tus primos se habían colgado de él tan duramente que ya empezaba a marchitarse; él te había estado manteniendo a ti y a tus parientes hasta que en el último esfuerzo para mantenerse vivo, te dio un puntapié y te corrió; sólo que como no se sentía lo suficientemente fuerte para poder liberarse de ti por sus propios medios, me vino a pedir auxilio.
Te pagó de buena voluntad la pensión que le fue impuesta por la ley, tres cuartos de sus ganancias -el precio de su amor por la libertad. Porque este hombre era de verdad un artista, y el verdadero arte, tal como la genuina ciencia, no sobrevive a cualquier cadena. Tú, sin embargo, en tu rabia ciega, lo que querías era que él fuese a sustentarte totalmente, a pesar de tener tu propia profesión -y sabías que yo lo ayudaría a eximirse de obligaciones sin justificación posible. Te enfureciste. Me amenazaste con la policía porque, según decías, era yo quien te quitaba lo que tenías, aprovechándome de su necesidad de apoyo.
En otras palabras, tú, como mujercilla mediocre que eres, me acusaste de tus propias intenciones. Nunca se te ocurrió intentar progresar en tu profesión, porque esto habría significado tu independencia del hombre por quien, hace ya tantos años, nada más sentías odio. ¿Crees que es así como se puede construir un mundo nuevo?
Tú que te presentaste como ligada a ciertos medios socialistas que “sabían todo acerca de mi”, ¿no ves hasta qué punto tu comportamiento es típico, que hay millones como tú que están destruyendo la Tierra? Sé bien que estás “débil” y “sola”, “dependiente de tu madre, desamparada, que odias a tu odio, que no te soportas y estás desesperada. Y es por eso que destruyes la vida del hombre con quien viviste, pequeña mujercita, y tu vida sigue el rumbo mediocre de la mayor parte de las vidas. Y sé también que los jueces y abogados están de tu lado porque no tienen otra respuesta a tu desgracia.
Te vuelvo a ver también a ti, secretarilla de un tribunal de provincia, tomando notas sobre mi pasado y mi presente, sobre mis opiniones acerca del sentido de la propiedad, acerca de Rusia y de la democracia. Me preguntas cuál es mi posición social. Respondo que soy miembro honorario de tres sociedades científicas entre las cuales está la Sociedad Internacional de Plasmogenia, lo que parece impresionar a la audiencia.
En la sesión siguiente, el oficial de investigaciones me dice: “Hay aquí una cosa extraña: que el señor es miembro de la Sociedad Internacional de Poligamia, ¿es esto cierto?”. Y ambos nos reímos de tu engaño, criaturilla mediocre. ¿Percibes ahora por qué motivo las personas me difaman? La base está en tus fantasías, no en mi forma de vivir. ¿Es o no cierto que todo lo que recuerdas de Rousseau es su apego al “retorno a la naturaleza”, o el hecho de que dio poca atención a sus hijos y los puso en un orfanato? Tu naturaleza es perversa, porque apenas ves y oyes lo que es desagradable, y nunca lo que pueda ser bonito o pueda tener belleza.
“Escuchen honorables ciudadanos; yo lo vi correr las persianas a la una de la mañana. ¿Y qué es lo que ustedes piensan que el tipo estaba haciendo? Y durante el día las tiene abiertas, ¿no hay aquí alguna cosas rara?”
De poco o nada te servirá seguir usando esos métodos contra la verdad. Nosotros ya nos conocemos; no son mis persianas las que te preocupan, lo que te interesa es ocultar mi verdad. Tú quieres seguir siendo difamador y delator, siempre que tu vecino no se acomode a tu modo de vida, o porque es bondadoso o libre, o simplemente porque trabaja y poco se incomoda por ti, por eso deseas que lo aprehendan. Eres demasiado entrometido, pequeño hombrecito, metes la nariz donde no te llaman, para enseguida difamar; te sientes respaldado porque sabes que la policía no divulga la identidad de sus informadores.
“¡Oigan, contribuyentes! ¡Y es esto un profesor de filosofía que una de las grandes universidades de su ciudad quiere contratar para enseñar a nuestra juventud! ¡Fuera con él! ¡Vivan los contribuyentes, déjenos decidir quién debe enseñar!”
Y a tu no menos ilustre esposa y contribuyente, que pones a circular un pliego petitorio contra el profesor en causa, que, evidentemente, pierde así el lugar. Tú, virtuosísima esposa y contribuyente, honorable paridora de patriotas, así consigues ser más poderosa que cuatro mil años de filosofía y ciencia. Sólo que comenzamos a entenderte y, tarde o temprano, tu hora ha de sonar.
“¡Oigan bien todos aquellos que se interesan por la moral pública, la ley y el orden. En nuestra esquina vive una mujer con su hija, y la hija recibe al novio de noche; ¡vamos a llevarla al tribunal, la acusaremos de mantener una casa de citas! ¡Policía! ¡Queremos la protección de las buenas costumbres!”
Y la madre es acusada y condenada, porque tú espías lo que pasa en la cama de los otros. Demasiado claramente lo expresas; demasiado claras son las motivaciones de tus apeles a “la moral y el orden”. ¿O no es verdad que intentas pellizcar el trasero de todas las empleadas, pequeño hombrecito moralista?
Si, deseamos para nuestros hijos la expresión libre y abiertamente alegre de su amor y que no tengan que vivirlo clandestinamente, en rincones oscuros, en la oscuridad de entre puertas. Queremos respetar a los padres valientes y honestos que entienden y protegen el amor adolescente de sus hijos e hijas. Tales padres y madres son el germen de las generaciones futuras, cuyo cuerpo y sentidos serán sanos, libres al fin de tus obscenidades y fantasías, pequeño hombrecito impotente del siglo veinte.
“¡Oigan la última! ¡Hubo un muchacho que fue a verlo para tratarse y tuvo que salir corriendo con los pantalones en la mano porque el tipo era homosexual!”
¿No sientes el hedor de tu hálito, pequeño hombrecito, cuando dices por ahí esta “verdad”? ¿No le reconoces el origen a tu monte de estiércol, a tu estreñimiento y lascivia? Yo nunca tuve deseos homosexuales, como tú, nunca intenté seducir muchachitas como tú, pequeño hombrecito; nunca violé a una mujer, nunca sufrí estreñimiento, nunca robé afecto; sólo me uní a mujeres que me querían bien y a quienes yo quería; nunca me exhibí públicamente, como tú lo haces, ni me deleito, como tú, en fantasías obscenas.
“¡Pero oigan esto! ¡El tipo se atrevió de tal forma con la secretaria, que la muchacha tuvo que huir de casa; vivía con ella en la misma casa, con las persianas siempre corridas y la luz encendida hasta las tres de la mañana!”
Y De la Mettrie era un voluptuoso que murió atragantado de pasteles, según tu versión; se te escurrió la baba por las mandíbulas cuando hablaste del matrimonio morganático del príncipe Rodolfo, (vivía en concubinato); dijiste que Eleonor Roosevelt nunca estuvo muy bien de la cabeza, y el rector de la universidad encontró a su mujer en flagrante delito de adulterio; y que la profesora del pueblo tiene un amante. ¿No eres tú quién lo afirma pequeño hombrecito? ¿No eres tú quién propaga tales “obscenidades”? Tú, miserable ciudadano del mundo, que durante milenios malbarataste tu propia vida, cavando tú mismo la fosa donde te mantienes.
“¡Agárrenlo! ¡El tipo es un espía alemán, o tal vez ruso, o a la mejor de Islandia! ¡Yo lo vi a las tres de la tarde en el camino 86 de Nueva York y todavía más, con una mujer!”
¿Sabes cuál es el aspecto de un piojo cuando es expuesto a un foco de luz muy intenso? Bien, me parecía que no. Habrá un día en que la ley usará de su fuerza contra el piojo humano -leyes capaces de proteger la verdad y el amor. Hoy tú echas amantes adolescentes a la prisión; pero algún día tú serás enviado a una casa de reflexión por manchar gente decente con tu basura. Surgirán nuevos jueces y delegados de justicia, que no administrarán más en formalismos e imposiciones sino en verdad y con justicia y amabilidad.
Leyes nuevas habrán de erigirse para proteger la vida, leyes que tendrás que obedecer por mucho que te pese. Sé, sin embargo, que por tres, cinco, o diez siglos tendremos que soportarte como el portador por excelencia de la plaga emocional, el núcleo de la difamación, de la intriga, de la inquisición abusiva, pero acabarás por sucumbir a tu propia pureza, hoy enterrada y profundamente inaccesible en tú ser.
Puedo asegurarte que ningún Káiser, ningún César o Padre del Proletariado puede jamás conquistarte. Esclavizarte sí, pero ninguno fue capaz de sacarte de tu pequeñez. Lo único capaz de conquistarte será tu sentido de la pureza, a tu aspiración a la verdadera vida -en cuanto a esto no tengo la menor duda.
Una vez superada tu mediocridad y mezquindad, comenzarás a pensar, en un principio sin duda, ridícula y erróneamente, pero con seriedad. Tendrás que aprender a soportar el dolor que todo el esfuerzo de pensar trae consigo, tal como yo y otros soportamos la pena de pensarte durante años, en el silencio, con los dientes apretados. Nuestro dolor te hará pensar. Y cuando comiences a hacerlo, sentirás la magnitud de lo absurdo de tus cuatro milenios de “civilización”.
Te será difícil entender cómo fue posible que tus periódicos sólo tuvieran que relatar y comentar “marchas sin sentido”, condecoraciones, crímenes, ahorcamientos, diplomacias, calumnias, política externa, políticas reales, movilizaciones militares, desmovilizaciones, de nuevo movilizaciones, pactos, bombardeos -y que nunca hayas reaccionado con agresividad o te hayas siquiera percatado del peligro que corrías.
Tal vez te hubiese sido posible entenderte a ti mismo si no hubieses engullido bovinamente todo lo que te caía en las manos. Pero lo que de veras será difícil de aceptar es la verificación del hecho de que todo lo fuiste imitando y propagando a través de los siglos; asimilaste toda esa basura con toda la paciencia de una oveja mansa, desconfiaste de tus sanas ideas y aceptaste las falsas que leíste en los periódicos, porque pensaste que eran más patrióticas.
Y esto, pequeño hombrecito, es algo que te tomará un largo tiempo poder superarlo. Te avergonzarás de la historia que hiciste, y la única esperanza reside en que nuestros bisnietos no se vean obligados a leer tu historia militar. Ya no será posible entonces, el montaje de una gran revolución sólo para poner en escena a un nuevo “Pedro el Grande”.
Ahora una visión del futuro. No sabría decirte ciertamente cómo será. No sé si alcanzarás la Luna o Marte con la ayuda del orgón cósmico que me fue posible aislar. Ni puedo saber de qué forma se irán a elevar en el espacio, o aterrizar tus naves espaciales, o si utilizarás la luz del sol para iluminar de noche tus casas, o si podrás hablar con alguien en Australia o en Bagdad a través de un agujero en la pared de tu recámara. Pero sé lo que definitivamente no harás en quinientos, mil o cinco mil años.
“¡El tipo es visionario! ¡Y todavía por encima: dictador, al prescribirme lo que no haré! “.
No soy un dictador, pequeño hombrecito, pero si hubiera querido serlo, la tarea habría sido fácil frente a tu mediocridad. Tus dictadores sólo pueden decirte lo que no puedes hacer en el presente, bajo la pena de ser enviado a la cámara de gases. Pero no pueden decirte lo que harás en el futuro distante, tal como no les es posible provocar el crecimiento de un árbol más rápidamente con tan sólo ordenarlo.
“¿Y de dónde te viene la sabiduría a ti, esclavo intelectual del proletariado revolucionario?”. ¡De lo más íntimo de ti mismo, eterno proletario de la razón humana!
“¡Eso sí que está bueno! ¡Fue en mí en donde el tipo vino a buscar la sabiduría, en mis profundidades! ¡Yo no tengo profundidades! ¿Y qué especie de concepto individualista de profundidades de lo “más íntimo” es ese?”.
Te digo que las tienes, ahora que, las desconoces; sientes un miedo mortal a tu profundidad, por eso ni siquiera la sientes. Si te acercaras a ella, te daría vértigo, como si fuera un abismo. Temes la caída y la pérdida de tu individualidad, porque cuando intentas encontrarte es siempre el mismo hombrecito cruel, envidioso y avaro quien aparece. Ahora que, con las mejores intenciones, tu trayectoria es sin embargo, siempre la misma: la de una criatura ávida, cruel, malévola, mezquina. Si no te hallases hundido en tu propio fondo no me habría dado el trabajo de esta larga plática.
Conozco tu capacidad de ir hasta el fondo, del tiempo en que me buscabas como médico, como alguien a quien entregar tu sufrimiento. Lo que tienes de verdaderamente profundo es la piedra donde asentarás la grandeza de tu futuro; y es por eso que te puedo decir lo que ciertamente no harás. Vendrá un tiempo en que no podrás comprender cómo fuiste capaz de hacer todo esto en cuatro mil años de incultura. ¿Querrás ahora escucharme?
“¿Pero qué es esto, por qué he de dar oídos a una utopía más? No hay nada que hacer, mi querido doctor, soy y continuaré siendo un pobre diablo, el hombre de la calle, que no tiene opinión propia. Por el contrario, quién soy yo para…”
Escucha, te escondes detrás de la leyenda del pequeño hombrecito, porque tienes miedo a sumergirte y tener que nadar en el gran río de la vida por lo menos en nombre de tus hijos y de los hijos de tus hijos.
La primera de todas las cosas que no harás más, será creer en la percepción de ti mismo como un sujeto insignificante y sin opinión, que dice en todo momento; “pero quién soy yo para…”. Tienes tu opinión propia, y en el futuro que preveo, pasarás a considerar vergonzoso no conocerla, no defenderla y no expresarla.
“¿Pero qué dirá la opinión pública acerca de mi opinión? Los otros me harían trizas si me atrevo a expresarla”.
Aquello que llaman opinión pública, pequeño hombrecito, sólo es la suma de todas las opiniones de hombres y mujeres que se dicen comunes. Todo hombre y mujer tiene opiniones erradas y ciertas. Expresa los errores porque teme igualmente los errores de otros hombres y mujeres comunes. Esta es la razón fundamental de que las opiniones correctas raramente se expresen. Tú ya no crees, por ejemplo, que tu opinión “no cuenta”. Un día conocerás y defenderás el verdadero soporte de la sociedad humana. No huyas, no te aterres. No es así de terrible ser la base responsable de la sociedad humana.
“¿Qué es necesario que yo haga para transformarme en el soporte de la sociedad humana?”
Nada tendrás que hacer de nuevo o extraordinario; baste con que continúes arando tus campos, usando tu hacha, examinando a tus pacientes, llevando a tus hijos a la escuela o al jardín a jugar, escribiendo artículos sobre los acontecimientos cotidianos, intentando penetrar más a fondo en los secretos de la naturaleza. Todo esto ya eres capaz de hacerlo; ahora bien, no lo consideres insignificante ante los hechos del general lleno de condecoraciones o el “arrogante” príncipe caballero de armadura reluciente.
“¡Pero el señor es un visionario, sabio! ¿No ve que los generales y los príncipes son los detentores de los ejércitos y de las armas con que se hacen las guerras, del poder para enlistarme en el servicio militar, de destruir mis cosechas, o mi laboratorio, o mi gabinete de trabajo?”
Eres enlistado para servir al ejército; y las cosechas y las fábricas son destruidas porque berreas “¡Viva!”. Tus héroes de armadura reluciente no tendrían soldados ni armas, si claramente asumieses el hecho de que lo más importante son tus cosechas y la producción de tus fábricas, y que ni campos ni fábricas existen para ser destruidos, cosa que tus militares y héroes desconocen, porque nunca trabajaron en los campos, en las fábricas ni en los laboratorios, o creen que tu trabajo se procesa apenas para servir la honra de la patria alemana o proletaria y no para alimentar y vestir a tus hijos.
“¿Qué es lo que he de hacer? Odio la guerra, mi mujer llora de desesperación cada vez que me enlistan, mis hijos mueren de hambre cuando los ejércitos proletarios ocupan mis tierras y no tienen en cuenta el número de muertos. Todo lo que desearía es que me dejasen trabajar en paz mis campos, jugar con mis hijos al volver del trabajo, amar a mi mujer, y los domingos poder tocar, bailar y cantar de alegría. ¿Qué he de hacer?”
Tan sólo continuar haciendo lo que haces y lo que deseas hacer -criar a tus hijos en la alegría y amar a tu mujer. Si pudieses hacerlo clara y firmemente no habría más guerras – guerras que exponen a tu mujer al ataque de los soldados embrutecidos por largos períodos de abstinencia sexual; guerras que llevan a la muerte por inanición a tus hijos dejándolos huérfanos; guerras que sólo te ofrecen la ilusoria imagen de un celeste “campo de gloria”.
“¿Pero qué clase de hombre sería yo si viviendo apenas para mi trabajo, para mi mujer y mis hijos, al verlos amenazados por los Hunos, alemanes, japoneses o rusos, o cualesquiera otros que me impongan la guerra? ¿No sería mi deber defender lo que amo y me pertenece?”
Tienes razón, pequeño hombrecito. Si te atacaran tendrías que tomar las armas. ¿Pero podrías entender que el “enemigo”, los Hunos de todas las naciones no son nada más que millones de pequeños hombrecitos como tú, que berrean “¡Viva!” siempre que sus príncipes (que desconocen el trabajo) los llaman a filas? Que como tú, se tienen poco en cuenta y se interrogan” ¿… pero quién soy yo para tener opinión propia?”
Cuando sepas algún día, que eres alguien, que la opinión que tienes acerca de ti es correcta y que tus campos y fábricas fueron hechos para servir a la vida, y no a la muerte, entonces podrás responderte a ti mismo las preguntas que ahora me expones. Y para eso no necesitarás la acción de tus diplomáticos.
En lugar de seguir berreando “¡Viva”! y llevar flores a la tumba del soldado desconocido, o consentir que cualquier príncipe gritón o general de todos los proletarios venga a aplastar con su peso tu consciencia nacional, deberás oponerle tu autoestima y la conciencia del valor de tu trabajo. (Conozco a tu soldado desconocido, pequeño hombrecito; lo encontré en combates en las montañas de Italia; es lo mismo que tú, pequeño hombrecito, incrédulo de la existencia de una opinión propia, diciendo: “¿Pero quién soy yo para tener una opinión…?”).
Podrías intentar conocer a tu hermano, el pequeño hombrecito de Japón, China o cualquier otro país “bélico”, e intentar darle a conocer la opinión justa que tienes acerca de tu trabajo como obrero, médico, agricultor, padre o marido, convenciéndolo de que al final todo lo que hay que hacer es, simplemente, volver imposible cualquier guerra por la fuerza del amor al trabajo y a los tuyos.
“Bueno, pero ellos tienen bombas atómicas, y una sola de ellas puede matar a miles de personas”.
Me parece que todavía no entendiste bien, pequeño hombrecito. ¿Crees que son los príncipes y generales los que fabrican esas bombas? No, son hombres como tú, que las construyen berreando “Viva” en lugar de rehusarse a hacerlo. Como ves, pequeño hombrecito, todo se encuentra ligado al hecho de que pienses errónea o correctamente.
Si no fueses tan terriblemente mediocre, gran científico del siglo veinte, habrías hallado la manera de no servir a la conciencia nacional, pero sí a una conciencia internacional que pudiese impedir para siempre la utilización de bombas atómicas; o, si te fuese imposible, habrías usado toda tu influencia por medio de palabras inequívocas para que ni siquiera fuesen construidas.
Ciego con tu invención, ni siquiera puedes tener una salida posible, porque tu pensamiento y tu visión han tomado el camino errado. Y prometiste con todo a todos los pequeños hombrecitos del mundo que tu energía atómica sería la cura de su cáncer, y de su reumatismo, sabiendo perfectamente que tal cosa no sería posible jamás, y que sólo tenías en las manos la base de un arma criminal.
Así es, tu ceguera es idéntica a la de los físicos de las épocas anteriores. Estas arruinado para siempre. Tú sabes, pequeño hombrecito, que te di a conocer las posibilidades terapéuticas de mí energía cósmica. Pero te mantuviste silencioso y continuas muriendo de cáncer o del corazón berreando “¡Viva!”, “Vivan la cultura y la tecnología”. Pues te aseguro, pequeño hombrecito, que vas cavando tu propia tumba con los ojos abiertos. Crees que llegó una nueva era, la “era de la energía atómica”. Llegó de hecho, pero no del modo como imaginabas. No en tu infierno, pero sí en mi recatado y pequeño laboratorio en un rincón de los Estados Unidos.
La decisión es tuya, pequeño hombrecito, cuándo desearás o no la guerra. Si al menos pudieses tener conciencia de que tu trabajo sirve a la vida y no a la muerte. Si al menos pudieses saber que todos los pequeños hombrecitos de la Tierra son exactamente como tú, en lo que tienen de malo y de bueno.
Tarde o temprano -depende de ti- ya no habrás de berrear “¡Viva!” a izquierda y derecha, y no volverás a trabajar en tus fábricas y en tus campos consintiendo que puedan volver a ser el blanco de ataques militares. Tarde o temprano aprenderás a servir a la vida y nunca a la muerte.
“¿Crees que debo hacer una huelga general?”.
No sé si debes hacer esto o aquello. Una huelga general es un arma débil, puesto que te expones a la justa acusación de dejar a tu mujer y tus hijos morir de hambre. No es la huelga la que irá a probar tu juicio de responsabilidad delante de los males de tu sociedad. Cuando entras en una huelga, no trabajas. Llegará un día en que, en lugar de hacer huelgas sabrás trabajar de verdad en nombre de la vida. Llámale entonces, “huelga de trabajo”, si tienes apego a la palabra “huelga”.
Pero huelga trabajando para ti, para tus hijos y tu mujer o tu novia, para tu sociedad, y tu producción y tus tierras. Ve a decirles que te falta tiempo para las guerras de ellos, que tienes otras cosas que hacer. Amuralla cada ciudad con esta convicción y deja entonces que los diplomáticos y mariscales se maten unos a otros, personalmente. Tales son las cosas que podrías hacer si no berreases más “¡Vivas” y no te afirmases más como un Don Nadie, o alguien sin derecho a opinión propia.
Tienes todo en las manos, tu vida y la de tus hijos, tu hacha y tu estetoscopio. Te veo mover la cabeza, pensando que soy un utópico o tal vez un “comunista”. Me preguntas, pequeño hombrecito, si podría decirte cuándo sabrás vivir tu vida en paz y con seguridad. La respuesta consiste en ser lo inverso de lo que eres actualmente: vivirás bien y en paz cuando la vida signifique para ti, más que la seguridad, y el amor más que el dinero, y tu libertad más de lo que las líneas directivas del partido o la opinión pública, cuando el tono de ser en el mundo de un Beethoven o un Bach, fuera el tono habitual de toda tu existencia -tú lo tienes adentro, pequeño hombrecito, en algún lugar escondido, en un rincón de tu ser; cuando tu forma de pensar esté en armonía con tu forma de sentir, y ya no en discordia como ahora, cuando te sea posible reconocer tales cualidades a tiempo, así como tus dones y el crepúsculo de una vieja era, cuando te sea posible vivir el pensamiento de los grandes hombres, en lugar de los crímenes de los grandes guerreros; cuando los profesores de tus hijos sean mejor pagados que los políticos, cuando tengas mayor respeto por el amor entre un hombre y una mujer, que por un acta de matrimonio, cuando puedas reconocer tus errores reflexionando a tiempo y no demasiado tarde, como lo haces hoy, cuando sientas que tu espíritu se engrandece conociendo la verdad y las formalidades te inspiren horror, cuanto te comuniques directamente con tus compañeros trabajadores en otros países, no teniendo más diplomáticos por intermediarios, cuando la alegría que tu adolescente hija pueda encontrar en el amor sea también tuya, y no motivo de tu cólera, cuando sepas menear la cabeza en desaprobación, al acordarte que en otro tiempo se castigaba a los niños por jugar con sus órganos sexuales, cuando finalmente, las caras humanas que ves en la calle puedan expresar la alegría, la libertad y la comunicación, y no más tristeza y miseria, cuando los seres humanos no pueblen más la tierra con sus pelvis retraídas y rígidas y sus órganos sexuales congelados.
Pides orientación y consejo, pequeño hombrecito. Por miles de años, los haz tenido, tanto buenos como malos. No es porque carecieras de ello que has permanecido en la desgracia; es tu propia pequeñez la que te condena. También yo podría aconsejarte, pero siendo como eres y pensando como piensas, no serías capaz de poner en acción cualquier cosa que te fuese aconsejada para beneficio de todos.
Imaginemos que yo te aconsejara e hicieras desaparecer toda actividad diplomática, sustituyéndola por la fraternidad profesional y personal con todos los zapateros, carpinteros, mecánicos, técnicos y físicos, educadores, escritores, administradores, mineros y campesinos de Inglaterra, Alemania, URSS, EE.UU., Argentina, Brasil, Palestina, Arabia, Escandinavia, etc.; que fuesen pues, todos los zapateros del mundo los responsables por la decisión de cuál es el mejor modo de calzar a los niños chinos; los mineros responsables por las reservas de carbón para calentar a todos los países fríos; los educadores de todo el mundo convertidos en los guardianes de la futura salud mental de todos los recién nacidos. ¿Qué harías tú, pequeño hombrecito, si tuvieses en tus manos todos estos simples problemas de la existencia cotidiana?
Por cierto que tu respuesta, o la de cualquiera de los representantes de tu partido, iglesia, gobierno o sindicato (a menos que me prendieses de inmediato como “comunista”) sería la siguiente:
“¿Quién soy yo para poder sustituir las relaciones diplomáticas por relaciones internacionales a nivel de trabajo y desarrollo social?”
O: “¿Quieres que se restablezcan las relaciones de cualquier especie con los fascistas alemanes o japoneses o con los comunistas rusos o con los capitalistas americanos?”.
O: “Por encima de todo me interesan los destinos de mi patria -Rusa, Alemana, Americana, Inglesa, Judía o Árabe”.
O: “Ya tengo bastante con los problemas que tengo para mantener mi vida en orden y entenderme con mi sindicato de sastres. Los otros que se las arreglen con los sindicatos de sus países”.
O: “No presten oídos a este capitalista, bolchevique, fascista, trotskista, internacionalista, anarquista, loco, individualista. ¿Dónde está su patriotismo de americano, ruso, alemán, inglés, judío?”.
Puedes tener la absoluta certeza de que usarías cualquiera de estos argumentos u otros, con el fin de evitar tu responsabilidad en la forma como se procesan las relaciones entre los hombres.
“Pero, entonces, ¿yo no soy nada? ¡Parece que no me reconoces algún rasgo positivo! Al fin, ¡qué diablos! trabajo hasta hartarme, sustento a mi mujer y a mis hijos, intento llevar una vida decente y sirvo a mi país. No puedo ser tan imbécil a este punto!”.
Sé que eres una criatura capaz, sólida, con cualidades de trabajo, un animal cooperativo, comparable a las abejas o a las hormigas. Todo lo que hice fue descubrir en ti al pequeño hombrecito, que ha estado haciendo miserable tu vida.
Eres Grande, pequeño hombrecito, cuando no eres mediocre. Tu grandeza es la única esperanza que nos resta a todos. Eres grande cuando desempeñas a gusto tu tarea, cuando trabajas con alegría la madera, cuando construyes, cuando pintas y embelleces tus espacios, cuando trabajas en la tierra, cuando contemplas el cielo con inquietud, y te complaces en la existencia de los animales simples, en el rocío, cuando bailas y cantas, cuando amas la belleza de tus hijos, el cuerpo del hombre o la mujer que escogiste, cuando vas a un planetario intentando entender el espacio o a una biblioteca a leer lo que pensaron de la vida otros hombres y mujeres.
Eres grande en tu vejez, cuando con tu nieto en el regazo, le dices cómo fueron otros tiempos, respondiendo a su curiosidad con confianza. Eres grande cuando eres madre, cobijando a tu hijo en los brazos, con el corazón lleno de esperanza de que para él vendrán mejores días, y cuando hora tras hora, año tras año, tú construyes su felicidad.
Eres grande, pequeño hombrecito, cuando cantas las canciones antiguas de tu pueblo y bailas al son del acordeón, porque son pacíficas y están en todos los lugares del mundo. Y eres grande cuando afirmas a tu amigo:
“Qué bueno que el destino me concedió hasta hoy una vida libre de suciedad y avaricia, que puedo acompañar el crecimiento de mis hijos, oírles balbucear sus primeras palabras, verlos moverse, caminar, jugar, hacer preguntas, compartir su alegría, reír y amar; qué bueno que no dejé pasar la primavera sin sentirla, que pude gozar del ameno viento, y el rumor de los arroyos y el canto de las aves; que no perdí mi tiempo en chismes con los vecinos, que amé a mi compañera o mi compañero, y que sentí correr en mi cuerpo el flujo de la vida; qué bueno que al igual que en tiempos malos, no perdí el norte en el sentido de la vida. Puesto que me fue posible escuchar mi voz interior que murmuraba en lo más íntimo: “Sólo una cosa importa: vivir una vida buena y feliz. Escucha la voz de tu corazón, aunque tengas que apartarte del camino recorrido por los tímidos y no conscientes que el sufrimiento te vuelva duro y amargado”.
Y así, en la quietud del caer de la tarde, cuando me siento sobre la hierba frente a mi casa, después de un día de trabajo, con mi mujer y mis hijos, escuchando el latir de la naturaleza, recuerdo entonces una melodía que me emociona, la canción de la humanidad y su futuro: “Humanidad entera, yo te bendigo y te abrazo”. Y desearía entonces que la vida aprendiese a demandar sus derechos, que fuese posible modificar los espíritus duros y medrosos, que sólo desencadenan guerras, porque la vida se les ha escapado. Y cuando mi hijo, en mi regazo, me pregunta: “Papá, el sol desapareció, ¿adónde fue? ¿Crees que vendrá pronto?”. Y le respondo: “Sí, hijo, ha de volver mañana para calentarnos”.
Llegué al fin de mi conversación contigo, pequeño hombrecito. Habría muchas cosas más que decirte. Pero si me leíste con atención y honestamente, te descubrirás actuando como pequeño hombrecito en situaciones que no te referí, puesto que todas tus acciones y pensamientos tienen siempre el mismo tono.
A pesar de lo que me haya hecho o vayas a hacerme en el futuro, que me glorifiques como a un genio o me encierres en una institución psiquiátrica, que me adores como tu salvador o me tortures como espía, tarde o temprano tu aflicción te forzará a entender que descubrí las leyes de la energía vital y que deposité en tus manos el instrumento capaz de orientar tu existencia hacia una finalidad consciente, como hasta ahora has hecho con tus máquinas. Fui un buen ingeniero de tu organismo. Tus nietos seguirán mis pasos y serán sabios ingenieros de la naturaleza humana. Fui yo quien te reveló el campo infinitamente vasto de tu energía vital, tu esencia cósmica. Esta es mi mejor recompensa.
A los dictadores y tiranos, los aduladores y difamadores, a las hienas y chacales opongo las palabras de un sabio de tiempos antiguos:
Planté en este mundo el germen de las palabras sagradas mucho después de que la palmera se haya marchitado y la roca se desmorone, mucho después de que los resplandecientes monarcas hayan desaparecido como el polvo de hojas secas, mil arcas guardarán mi palabra a través de cada diluvio: Ella prevalecerá.
Autor: Wilhelm Reich, libro publicado en 1948.
Recursos relacionados y descargas:
- Más libros del autor en Wilhelm Reich Trust
- Y puedes descargar el libro en formato PDF.
- También puede consultarse la versión en inglés con ilustraciones.
Audiolibro: ¡Escucha, pequeño hombrecito! de Wilhelm Reich
Datos para citar este artículo:
Reich, Wilhelm. (2017). Escucha, pequeño hombrecito. Boletín de Consultorio Psicológico Condesa, 10(2). https://psicologos.mx/escucha-pequeno-hombrecito-wilhelm-reich/.
Deja un comentario