Introducción
Tengo para mí que el sine qua non del conocimiento, la felicidad y la existencia del hombre debe buscarse en la idea de reconciliación de las diferencias. Poco importa que hablemos sobre salud mental y estructura de la personalidad, o que hablemos en relación con el contexto social. Poco importan las dimensiones de la sociedad. No hay gran diferencia si la sociedad es un matrimonio, un grupo pequeño, una gran organización industrial, una comunidad, una nación o muchas naciones. El problema básico reside en la reconciliación del individuo con el grupo, la organización, la integración de las partes en un todo unificado. Se trata, en todos los casos, de una cuestión de totalidad, integridad, entereza, unidad, orden, estructura.”
El conflicto puede ser saludable y creativo, o confluente e improductivo. Esta última forma se da cuando yo no me comprendo a mí mismo y acuso a usted de algo de lo cual soy yo culpable, e involucra por lo menos dos formas de defensa, la represión y la proyección. El conflicto saludable se da cuando tanto usted como yo somos personas integradas que tenemos cierto autoco-nocimiento y una clara sensación de ser distintos. En este caso, el conflicto surge cuando hay una clara impresión de desacuerdo en torno de algo que constituye un verdadero problema para ambos. No resulta, en cambio, de proyectar sobre el otro cosas que somos incapaces de enfrentar en nuestro propio interior. El conflicto saludable, si se lo maneja con habilidad, tiene por efecto crear buenos sentimientos entre las personas; equivale a una propuesta de ganar ambos, en vez de ganar uno y perder el otro.
Suelo decir a mis amigos que me gusta armar disputas. Por una parte, las personas que discrepan rara vez se aburren entre sí. Por otra, el conflicto nos proporciona la posibilidad de diferenciarnos en relación con los límites propios de otras personalidades. Con harta frecuencia, personas conectadas por lazos profundos tienden, al mismo tiempo, a sumergirse en la psiquis del otro, cuyos límites traspasan, hasta el punto de parecerse entre sí. Cuando dos límites claramente diferenciados se frotan entre sí, los individuos experimentan una excitante sensación de contacto.
El mismo fenómeno se observa en el caso de los conflictos intrapsíquicos o internos. Llevados con claridad a la conciencia, permiten a la persona, en principio, sentir su propia diferenciación interna y, en el plano de la creatividad, suponen la posibilidad de integrar el propio comportamiento, que adquiere así alta capacidad de adaptación, porque incluye toda la gama de respuestas comprendida entre las situaciones polares que se experimentaban antes. Sobre la base de toda esa gama, la persona es capaz de responder en forma flexible a una variedad de situaciones. En cambio, las respuestas polares son por lo general estrechas, de vuelo pobre y frágiles al contacto con las tensiones de la vida diaria.
El conflicto que se repite en forma estereotipada, sin dejar en cada caso soluciones ni aprendizajes, lleva a la confluencia, más que al contacto entre personas. Por lo tanto, la promesa creativa del conflicto radica en su potencial de aprendizaje.
Polaridades: punto de partida para la comprensión del conflicto
Una buena teoría del conflicto incluye tanto el conflicto intrapersonal como el interpersonal. Empieza por el individuo como conglomerado de fuerzas polares, todas las cuales se intersectan entre sí, pero no necesariamente en el centro. Como ejemplo supersimplificado, podemos dar el de una persona que contiene la cualidad de la bondad y también su polaridad, o sea, la crueldad, y la característica de la dureza y su polaridad, es decir, la ternura. Por añadidura, una persona no posee tan solo una polaridad opuesta, sino varias que se relacionan entre sí, creando “multilateralidades”. Por ejemplo, la polaridad de la bondad puede no ser solamente la crueldad; otra sería la insensibilidad o indiferencia a los sentimientos de otra persona.
Las conceptualizaciones y sentimientos polarizados son complejos y se entrelazan unos con otros Como es obvio, se refieren a la particular historia del individuo y su percepción de la propia realidad interior. Esta consiste en aquellas polaridades y características que son yo sintónicas, o aceptables por el sí mismo consciente, y las que son yodistónicas, o inaceptables del sí mismo. A menudo, el autoconcepto excluye, por dolorosa, la conciencia de las fuerzas polares que operan en el propio interior. Yo pienso de mí mismo que soy despierto y no lerdo, gracioso y no torpe, tierno y no duro, bondadoso, no cruel.
En teoría, la persona saludable constituye un círculo completo, que posee miles de polaridades integradas y entrelazadas, que se fusionan todas entre sí. La persona saludable conoce la mayoría de las polaridades que contiene, incluso aquellos sentimientos y pensamientos que la sociedad reprueba, y es capaz de aceptarse tal y como es. Puede decirse: “A veces soy tierno, pero en situaciones en que me siento amenazado, me gusta realmente mi dureza. Cuando estoy en línea y alguien, deliberadamente, me lleva por delante, no me siento tierno, y está bien que así sea”. Una persona puede ser en general graciosa, y sin embargo desmaña en ciertas ocasiones. Una persona saludable, si tropieza con un mozo en un restaurante, no necesita decirse: “Que bruto soy”.
Aun así, puede haber puntos oscuros en la conciencia de la persona saludable. Puede conocer su lado tierno, pero no sus aspectos duros. Cuando su atención se dirige a éstos, puede experimentar pena, pero también deseo de incorporar esta nueva noción de sí mismo a su autoconcepto. Tal vez la persona saludable no apruebe todas sus polaridades, pero el hecho de que acepte soportar la conciencia de ellas es un aspecto importante de su energía interior.
En la conciencia de una persona perturbada hay grandes vacíos. Tiene una visión rígida y estereotipada de sí misma y no logra aceptar muchas de sus partes: su mezquindad, su homosexualidad, su inestabilidad, su dureza. Niega sus propias polaridades negativas -aquellas facetas de sí misma que le han enseñado a considerar inaceptables o repulsivas- y tiende a proyectar sobre otros tales características. Tomar conciencia de esas polaridades inaceptables la torna ansiosa. Como consecuencia surgen síntomas neuróticos: la neurosis consiste en la imposibilidad de controlar la aparición de ansiedad.
Autoconcepto patológico. La persona “perturbada” se ve a sí misma en forma estereotipada unilateral. Ella siempre es esto y jamás aquello. Su conciencia de poseer una multitud de fuerzas y sentimientos interiores es bastante limitada. En su percepción de sí misma carece de fluidez y amplitud. Es vulnerable al ataque.
Conflicto intrapersonal
Creo que el autoconcepto es análogo a las caras oscura y luminosa de la luna. El conflicto interpersonal supone choques entre las propias polaridades oscuras y luminosas. Por ejemplo, cuando una persona dice: “No” a su hijo, el lado luminoso de la luna le observa a ella: “Has actuado razonablemente; el pedido de tu hijo no era razonable, de modo que correspondía decir no”. Al mismo tiempo, el lado oscuro de sus polaridades (tal vez algo que aprendió de su madre) dice: “Eres cruel y malvada. No eres una buena persona al obrar así”. De modo que esa mujer empieza a torturarse, en vez de echar todo al olvido. Si bien tales situaciones suelen involucrar a otros seres, el conflicto se pone en marcha a raíz de lo que la persona se hace a sí misma. Un aspecto del lado oscuro de la luna es la conciencia, o superyo.
Esa cara oscura asume a menudo la forma de un Hitler, vale decir, de una conciencia irrazonable, rígida, intransigente: “¿Qué es eso de irse a dormir a las diez sin haber contestado esas cartas ni devuelto esas llamadas .’ “. Otra manera de definir esas dos partes de la luna consiste en decir que la porción regañona es la sádica y la luminosa -la que recibe todos los reproches y no sabe cómo enfrentarlos- es la masoquista. Sucede casi como si hubiera dos personas en una.
Una manera de abordar un conflicto de este orden consiste en separar claramente a esas “dos” personas. Por ejemplo, puedo decir a un cliente: “Ponga usted a su sádico en este diván y a su víctima sufriente en esta silla y déjelos conversar. Tal vez puedan resolver el problema”. En ese proceso, cuanto más trabajan “ambas” partes, tanta más conciencia adquiere el cliente sobre la dinámica de ellas y el intercambio que sostienen entre sí. Y cuanto más aprende acerca de las zonas misteriosas de sí mismo, más saludable se torna.
En esencia, tal finalidad es la que la terapia se propone: eliminar lo misterioso. Cuando estamos en la tiniebla, nos imaginamos demonios y fuerzas del mal que acechan “por allí”. Cuando encendemos la luz, nos sentimos seguros. Tal el punto central de la teoría psicoanalítica: la mecánica de empujar las polaridades dolorosas de nuestro interior hasta llevarlas a la conciencia y, entonces, enfrentar lo que sucede cuando empiezan a burbujear y crear ansiedad. Freud consumó un exitoso esfuerzo por encender la luz en el interior de nuestras vidas psíquicas. Gran parte de la terapia guestáltica concreta y aplica operativamente sus ideas en técnicas de curación más eficaces.
Estirando el autoconcepto
Mi teoría de las polaridades sostiene que si no me permito ser malvado, nunca seré genuinamente bondadoso. Si estoy en contacto con mi propia maldad y amplío esa parte de mí mismo, mi bondad, cuando se manifieste, será más rica, más plena, más completa. Si no me permito a mí mismo tener contacto con mi femineidad, mi masculinidad será exagerada, hasta perversa: seré un “tipo duro”. Muchos de mis clientes me han dicho: “Usted es un hombre, pero distinto; usted es tierno, y eso resulta espléndido”. Cuando un lado de la polaridad se estira, también se estira el otro lado, en algún punto, casi automáticamente. Tal es el fenómeno que llamo “alrededor del mundo”: vuele usted hacia el Norte por bastante tiempo, y terminará volando hacia el Sur.
Para crecer como persona y tener con los otros experiencias de conflicto más productivas, tengo que estirar mi autoconcepto. Debo enseñarme a invadir aquella parte de mí mismo que no apruebo. Varias técnicas intervienen en este proceso. Ante todo, debo poner al descubierto esa parte de mí mismo de la que me desentiendo. En segundo lugar, necesito entrar en contacto con esa parte de mí mismo que no asumo. Este es el paso preliminar: ponerme en contacto con la forma en que mantengo en secreto algo de mí mismo. Puedo tender en el diván aquella parte de mí mismo que representa mi yo secreto, y ella decirme: “Soy misteriosa e interesante. Debes apreciarme porque te impido exponer tu ternura y te protejo”. Y la otra parte, sentada en una silla, puede decir: “Sí. /.pero no pagamos un precio por eso? “. Entonces vuelvo al diván y contesto: “Sí. muchas veces me encuentro solo cuando no quiero estarlo, y me cocino en mis propias reservas”.
Cuando me he sentido más amable con mi ser secreto, porque he llegado a comprenderlo mejor, puedo relacionarme con otra persona que procura penetrar en ese territorio interior o amenaza parte de mí mismo. Llamo a todo ese proceso estiramiento del autoconcepto, pues crea más espacio en la imagen que uno tiene de sí mismo. Cuanto más ampliamente me conozco a mí mismo, más confortable me siento conmigo.
Uno de mis clientes experimenta fuerte ansiedad, pues cae víctima de una parte de sí mismo que dice: “No eres digno de vivir. Eres una mala persona; tu vida es ruin. No hay nada bueno en ti”. Esta persona no puede asumir la propiedad de esa actitud vil, sádica, como parte de su propio carácter. Siempre siente que “eso” lo acosa de pronto, como si “eso” viniera del espacio exterior. A medida que trabaja conmigo, comprende que la parte “mala” se desarrolló en una etapa muy temprana de su vida, De niño, cada vez que salía de su casa era golpeado y escarnecido por otros niños. Poco a poco empezó a identificarse con esos niños, quienes, al cabo de un tiempo, le enseñaron a ser su propio crítico, su propio enemigo. Ahora, de adulto, no tiene necesidad de sus coléricos amigos. El mismo hace el trabajo, golpeándose a diario.
Cuando logró tomar contacto con ese sádico-crítico introyectado,pudo mirar con alguna simpatía esa parte de sí mismo que le resultaba inaceptable. Ahora, cuando se siente autocrítico, puede dirigirse por sí mismo al autor de las críticas: “Vaya, tú realmente sufriste. Eres la parte mía que recibía los golpes. Lamento que hayas asumido esa tarea. ¿No es tiempo de que me dejes en paz? Después de todo, sabes que soy un hombre decente”.
Podría pensar que si ese hombre acepta la realidad de su actitud crítica y su sadismo se tornará sádico. Esto es una falacia. Cuanto más acepte ese hombre a su yo sádico, punitivo, menor será la posibilidad de que actúe a partir de su sadismo. El curioso efecto del proceso de estiramiento radica en que las polaridades del crítico se tornarán más evidentes, más sólidas. En consecuencia, si para este individuo la polaridad de crítico y sádico es la de aceptador y curador, su capacidad de aceptar y curar se tornará más genuina y adquirirá más realidad para con los demás, así como para consigo mismo.
En cambio, cuanta menos conciencia tenga de esos aspectos negativos, más se sorprenderá a sí mismo en plena expresión de ellos. Recuerdo a un joven que acudió a mí horrorizado por su conducta. Al cabo de cierto interrogatorio, dijo: “No sé qué se apoderó de mí, pero golpeé a mi hijito tan fuerte que le rompí una pierna. Y ayer arrojé al gato contra la pared”. Este joven padre no tenía contacto alguno con su sadismo. No asumía en modo alguno su propiedad. “Eso” brotaba en él como una cosa extraña, que escapaba a su control.
Una persona que siempre es considerada y bondadosa puede no tener contacto con su resentimiento y su ira propios, o con su pena por el dolor que le ha sido infligido. A tal persona le resulta muy difícil aceptar su cólera. A veces, la única forma en que puede manejarla consiste en ser para los demás mejor que lo que los otros han sido con él. No maneja las consecuencias de ser una víctima y le resulta inconcebible identificarse con el victimario.
Permítaseme otro ejemplo. No podemos prestar plenamente nuestro acuerdo a algo a menos que tengamos la posibilidad de decir: “No”. Una mujer se queja porque aceptó consagrar tiempo a una causa noble cuando no dispone de ese tiempo libre, o piensa que ya lo ha hecho tantas veces que ahora bien podría otra persona hacerlo por ella. No puede decir: “No”, porque sabe que alguien debería cumplir esa tarea, o tal vez porque no quiere quedar mal negándose a ella. Entonces dice: “Sí” y se resiente, o se convierte en mártir. No hace la tarea porque realmente la desee. A esta persona más le valdría decir: “Sé que ésta es una causa valiosa y comprendo que a ustedes les cuesta reclutar voluntarios, pero ya lo hice muchas veces, y estoy cansada y ocupada, y esta vez no lo haré”. Si aprendiera a decir: “No quiero” auténticamente, tendría mucho más placer al decir: “Quiero” cuando aceptara la tarea en otra ocasión. El “No quiero” otorga mayor plenitud al “Quiero”.
Conflicto interpersonal
El conflicto interpersonal se deriva a menudo del conflicto intrapersonal. Esto sucede cuando un individuo reprime su conciencia de alguna zona de su propio ser y luego la proyecta sobre otro: es más fácil ver lo malo de otro que lo propio. El demonio es una proyección, magnificada, de nuestra maldad interior, y Dios lo es de nuestra bondad interior. Más fácil resulta luchar con otro que con uno mismo, “resistir al mal” que enfrentar las malas intenciones propias. La lucha con uno mismo se libra a solas y provoca ansiedad. Menos doloroso resulta atacar una parte de uno mismo acusando a otro de ser así, sobre todo si la acusación no se formula abiertamente.
A veces atacamos partes de otros que son dignas de aprecio, pero demasiado temibles para nosotros mismos. Supongamos que hay en mí una parte realmente cariñosa, afecta a manifestarse así a otro ser, a mecerlo o cantarle, pero he aprendido con el tiempo que un hombre “maduro” no hace eso, o que eso es desagradable estéticamente, o que si lo hago me voy a meter en problemas. Sería lindo hacerlo, pero si yo lo deseara, me sentiría incómodo. Entonces veo que mi madre tiene en brazos a su hijo de 12 años y lo está meciendo, y digo: “Véanla, está estropeando a ese chico; es débil; no sabe cómo manejar a su hijo. Debería ponerse firme y no darle tanto cariño”. Significaría reprobarla: “¿Qué te sucede? ¿Por qué eres tan blanda? “. El resultado consistiría en una disputa.
Por efecto de mi propia experiencia como “exhibicionista”, tiendo a ser particularmente sensible al exhibicionismo de otro. Cuando no tengo conciencia de que estoy alardeando de algo, tiendo a ser atraído por ese comportamiento en otra persona: un fanfarrón conoce a otro. Si pretendo tener un conflicto constructivo, creativo, más me vale tomar antes contacto con esa parte de mi ser, pues al estar en relación con ese aspecto de mi vida interior despojo de virulencia mis fuentes de ira.
Si alguien que me disgusta denota una conducta tan repugnante para mí que la desconozco en mí mismo, no puedo ser objetivo frente a esa conducta. No puedo tomar claramente posición ante ella; me limito a sentirme fastidiado. Por ejemplo, varios estudiantes me informan que una colega mía no se presentó a dar clase. Yo debería ser la última persona del mundo al que se lo contaran, porque repruebo mi propia impuntualidad. Me basta llegar pocos minutos tarde para sentirme culpable. Entonces, cuando mi colega llega, yo, con toda mi rectitud, le digo que su comportamiento me disgusta, que es de lo peor y denota incompetencia. Como resultado, todos los que asisten a la escena se enojan conmigo. Si yo fuera un poco más condescendiente con mi propia impuntualidad, hubiera sido más razonable con mi colega y me hubiese informado mejor antes de pronunciar un juicio acerca de otro.
Creo que en el proceso de enamorarse intervienen el reconocimiento de las propias polaridades. A menudo nos enamoramos de aquella persona que representa las polaridades oscuras en nosotros mismos. Supongamos que soy una mujer que no experimenta ciertas partes de su propia persona. No tengo confianza en mí misma. Me parece que carezco de inspiración. Me creo más bien obtusa. Estoy segura de no ser creativa. En esas circunstancias conozco a un hombre. Salimos; él es vivaz, excitante. Dice: “Voy a revolucionar todas las cosas”. Parece creativo, me muestra algunas de las cosas que ha hecho, y yo me enamoro de él hasta los tuétanos. Es una delicia. Me hace sentirme mejor. Todo sucede como si yo hubiese recobrado una pieza de mí misma que se me había perdido, ¡y ya está! A menudo el lenguaje del amor lo dice exactamente así “Es una parte de mí misma. No estoy completa sin él. Con él me siento completa” supone un problema. Tal vez el hombre no sea todo lo que ella se imagina. Puede tener otras características que ella no quiere ver. O bien, si lo ve sólo como una parte faltante de ella, tiempo después podrá resentirse con esa parte de la vida de él con la que ella no puede tener contacto directo. Por ejemplo, los sentimientos de ella podrían expresarse así: “Si tú llevas de paseo por allí a la parte creativa de mi persona y te diviertes con ella, y yo sólo soy una monótona mujer doméstica que no sale de casa ni se utiliza verdaderamente a sí misma, yo me resiento contigo. Estoy celosa de ti. Creo que esa parte creativa de mí también debería estar aquí, en casa”. Pero, ¿cómo podría esto suceder, desde el momento en que él es otro ser humano?
Se trata de un hermoso sentimiento, pero tal tipo de situación siempre “vacía” u “oscura” en el otro. A menudo marido y mujer se comparten las polaridades y cada uno llena una polaridad “vacía” u “oscura” en el otro. En consecuencia, se necesitan dos personas para formar a una persona completa. Se trata de una relación confluente, una situación que dos seres viven en una misma piel psíquica. Esto se aplica tanto en un sentido dinámico como en términos de comportamiento concreto. El conflicto sobreviene con frecuencia cuando una de las partes ataca en la otra aquella polaridad que en ella misma está a oscuras, trae problemas o permanece ignorada.
A menudo el conflicto sobreviene cuando uno ataca la polaridad que el otro tiene a oscuras.
Las polaridades que se proyectan pueden ser oscuras, desconocidas y perturbadoras (yodistónicas), o bien oscuras, desconocidas y sustentadoras (yosintónicas). Si el marido actúa impulsivamente, la mujer puede decir que, de los dos, él es el “animado”. Ese rasgo de él puede gustarle, en parte, porque hasta cierto punto ella piensa que le gustaría poseer tal cualidad. Este es un ejemplo de polaridad oscura y sustentadora. Pero también es posible que a ella su propia impulsividad la asuste y, en consecuencia, la de él la trastorne. Cuando él se conduce en esa forma, ella se pone ansiosa y se enoja con él, y lo acusa de atolondrado y veleidoso. La mujer sólo sería capaz de enfrentar eficazmente el problema si fuera capaz de apreciar su propia impulsividad reprimida.
Según mi teoría sobre la forma en que estas dos personas podrían constituir un matrimonio sólido, sería necesario que la mujer lograra conocer su propia creatividad y su propia vivacidad, es decir, a conocer en sí misma todas las cosas que admira, adora, aprecia y gusta en su marido, y viceversa. Supongamos que su marido se enamoró de su ternura, su capacidad de entregarse, de brindar apoyo. El debería aprender a tomar contacto con su propia ternura, su propia capacidad de dar y de sustentarse a sí mismo, y debería igualmente apreciar su propia capacidad de dar apoyo a otros.
Lo que así llegaría a constituirse no consistiría en dos círculos de polaridades superpuestos, en que cada uno cuida del otro, sino dos seres humanos completos, capaces de amarse a partir del pleno conocimiento de sí mismos. En tal caso, el marido podría decir a su mujer: “Gracias a mi sentido de la ternura, aprecio tu amabilidad y tu delicadeza. Evalúo esas cualidades en mí mismo”. En cambio, lo que escucho en mi trato con muchas parejas es alguna expresión de resentimiento como ésta: “Háblele a él de eso, él es el creativo”. Al cabo de diez años de matrimonio, la característica atractiva ha dejado de serlo. Es un rasgo de él que a ella le disgusta.
Hablando me de su nueva casa, un marido declaró: “Háblele a ella de la decoración, la decoradora es ella. Yo no sé nada de telas y colores”. A todo esto, ¿qué sucedería si el marido decidiese interesarse por la decoración? Ese contacto especial entre dos seres diferentes puede resultar interesante, pero ¿no se resentiría la mujer de que él invada su territorio? Puesto que son personas distintas, el conflicto sería inevitable, pero se tratará de un conflicto saludable. Por ejemplo, el marido puede decir: “Creo que deberíamos tapizar esa silla en rojo brillante”. La esposa podría contestarle: “Estás loco. /.Cómo se te puede ocurrir eso cuando en este cuarto no hay nada rojo brillante? Creo que debería ser anaranjada”. Y él responder: “Sí, no me había dado cuenta. Es verdad, pero en aquel cojín hay un poco de rojo brillante”. Así surge, de pronto, un productivo punto de partida para una interacción continua entre dos personalidades fuertes y consideradas.
Tómese el caso de Estela y Pedro. Al cabo de muchos años de quedarse en casa atendiendo a la familia, Estela ha vuelto a trabajar. A otro hombre podría gustarle que su mujer ampliara el campo de sus intereses, pero Pedro quiere que se lo conozca como el que gana el pan familiar. Lo resiente el hecho de que Estela comparta ahora ese papel y le retire algo de su sensación de importancia en la familia. El hombre que se siente seguro en lo que le concierne, que conoce su buena calidad como persona, no objeta la experiencia de capacidad que tenga su mujer en su propio mundo. Pero Pedro se siente como un niñito que no se porta todo lo bien que podría; tiene escaso sentido de su propio valor. Estela sale al mundo y desarrolla una vida interesante, cuando la vida de él es francamente insípida. Pedro no se permite disfrutar del placer de ella, porque es ella quien tiene ahora los juguetes y él se siente amenazado. Quedaron atrás los días en que Pedro podía decir: “Quedarte en casa es todo cuanto puedes hacer. Yo puedo salir y hacer más”. A todo esto, si yo dijese a Pedro:
“Usted es realmente un tipo competitivo. Le parece que tiene que aventajarla en todo a ella”, su respuesta podría sonar más o menos así: “No soy competitivo. /,De qué tonterías me está hablando”. Y a continuación podría racionalizarla necesidad de que Estela se quede en casa.
El primo hermano de la competitividad es un sentimiento de inferioridad. Mientras me sienta inferior, deberé proclamar a los cuatro vientos mi capacidad. Si me siento ajustado a mi propia evolución no haré comparaciones. En cambio diré: “Y bien, no soy un físico nuclear, y no lo seré nunca, de modo que no tengo inconveniente en que Juan lo sea. No me sentiré amenazado por el simple hecho de que sea un científico de éxito. Me gustaría aprender algo de él; ciertamente puede enriquecer mi vida con sus conocimientos. Y, si lo desea, él puede enterarse a su vez de mis realizaciones”.
Tal es la diferencia entre una relación madura y una competitiva, que no conducirá a ningún sitio hasta que ambas partes tomen posesión de sus propias experiencias internas. Lo más probable es que Pedro, quien dice que su mujer debería quedarse en casa, tenga en su interior ciertas zonas con las que no ha establecido contacto alguno. No tiene por qué tratarse del miedo a ser castrado; puede tratarse de simple mezquindad. Puede que su mezquindad diga: “No compartiré a Estela con el resto del mundo”.
Similar conflicto puede suscitarse entre Pedro y su hija de 18 años. Se lo ha escuchado decir: “Eres mi hija y quiero que me llames a las diez en punto para decirme dónde estás”, o bien: “Esas faldas son muy cortas para ti, deberían ser más largas”. Lo que está diciendo a su hija no es: “Quiero enseñarte cómo se es una mujer o una persona responsable”. Le está diciendo: “Tú me perteneces. Tú eres mía. Tú eres mi propiedad”. Pedro no tiene conciencia de su mezquindad, como no la tiene de su severidad.
La esposa de un cliente-terapeuta tenía la impresión de que si ella se consagraba a la psicología, su marido de algún modo la rebajaría, o criticaría su labor. A medida que trabajamos juntos en torno del problema, comprendió cuan competitiva era frente a su marido. No sólo quería ser psicoterapeuta; también quería ser tan eficiente como su esposo, aunque él tuviese ya más de 15 años de experiencia en ese campo. Ella se había privado de estudiar psicología durante muchos años por sentir que su marido no apoyaría sus esfuerzos ni su capacidad.
Por fin retomó los estudios y, sin haberlos concluido aún, ayudó a su marido con una pareja en tratamiento. Al cabo de cinco o seis reuniones, le dijo: “/.Sabes? , estoy descubriendo que es muy agradable trabajar contigo. No me amenazas; no me criticas; me dejas ser como soy Puedo hablar sin que me interrumpas; me dejas tener mi propio espacio en el proceso”. Ella había proyectado sobre su marido su propia autocrítica. Como era muy severa consigo misma, supuso que él lo sería con ella. Educada entre gentes que constantemente se regañaban, había internalizado esa experiencia y la conservaba en su interior como un bocado indigesto.
Trabajando con el conflicto
Denomino “apoyarse en la acusación” a mi método de trabajar con el conflicto entre personas. El primer paso consiste en enseñar a cada una de ellas a tomar conciencia del lado oscuro de sí misma. La autoterapia siempre contituye una buena preparación para el conflicto creativo. La segunda parle del proceso supone que cada persona considere los siguientes puntos: 1) cómo puedo yo escuchar lo que a usted le preocupa acerca de mí; 2) qué puedo hacer con esa preocupación sin ponerlo a usted a la defensiva o incurrir en su ira. y 3) cómo podemos trabajar en torno de esa preocupación de manera tal que usted no se sienta insensata por acusarme o por ver esa parte mía; en otras palabras, reconociendo la validez de su preocupación, aun si esto me molesta.
Tomemos por caso el de un empleador que se dirige al escritorio de su muy atareada secretaria e inicia una larga conversación. En medio de ésta, ella dice: “Usted habla mucho. Tal vez le sobre tiempo para conversar conmigo, pero yo tengo que escribir a máquina. Usted quiere que yo le hable y sin embargo espera que haga todo este trabajo”. La reacción inmediata de él puede ser la siguiente: “¿Cómo puede decirme eso? Usted es una mala persona. Usted no es buena. No tiene consideración por mí”. La alternativa consistiría en que la secretaría respondiera a su patrón en forma tal que reconociera la situación de éste, no sólo la de ella: “Vea, cuando estoy muy interesada por una idea, interrumpo a mi marido mientras trabaja en su informe anual y empiezo a contarle lo que me ha sucedido a mí. Sé que usted está muy interesado en decirme algo, pero tengo que escribir esto a máquina para usted”.
El enfoque que empleo en terapia consiste en decir: “Como experto en interrumpir, me parece que usted está interrumpiéndome”, o bien: “Como experto en interrupciones, sé muy bien qué es interrumpir”. No bien usted es capaz de tomar posesión de su experiencia del problema, yo ya no siento que usted me acusa de ser un ser humano insoportable.
Si una madre que habla a sus hijos puede asumir la propiedad de algo que han hecho diciéndoles: “Recuerdo cuando tenía la edad de ustedes e hice lo mismo”, será más eficiente que si les dice: “Bueno, ustedes son jóvenes, todavía tienen mucho que aprender. Yo sé que no hay que portarse así”. En esencia, si usted se transporta al espacio donde vive la otra persona y habla desde esa parte de usted, lo escucharán.
A veces se ha acumulado entre las personas tal cantidad de ira -lo que los analistas transaccionales llaman “sellos postales de colección”- que ni siquiera si se les enseña una manera de hablarse entre sí pueden hacerlo. Apilada una injusticia sobre otra durante largo tiempo, de pronto la persona se siente tan llena de ira, que se va y jamás vuelve. La súbita desaparición de un esposo o cualquier miembro de una familia es un caso de tal fenómeno. La persona que se va puede manifestarse su fantasía, por ejemplo, en estos términos: si yo diera rienda suelta a mi cólera me volvería loco, o la casa se desintegraría. Mataría a los niños. Destruiría todo.
Tengo un cliente que se enfureció tanto una vez con su novia, que arrojó los muebles por la ventana. Se trata de una pareja feliz, apacible, pero sospecho que esas parejas, en la mayor parte de los casos, coleccionan sellos postales. Los terapeutas que practican el análisis transaccional sostienen que cuando la persona tiene su álbum lleno de sellos, lo canjea por una separación, un divorcio o una tentativa de suicidio (que es otra manera de infligir un castigo), o tornándose catatónica y no hablando una palabra a nadie. El otro día se presentó una de mis clientes y dijo: “Me fui de casa”. Se trata de una mujer madura, madre de dos niños, y había huido de su casa por una semana. Esta era su manera de canjear su álbum de sellos de resentimiento. Todos nosotros nos sentimos a veces así, anhelosos de encontrar Shangri La en otra parte, irnos en procura de alivio de dificultades acumuladas.
Cuando la ira acumulada es mucha, me inclino por dar a la persona una oportunidad de manifestarla sin peligro en el consultorio. María y Jorge discuten agriamente con frecuencia. Jorge está furioso porque su mujer ha tenido un episodio afectivo extramatrimonial. Jorge es el individuo bueno, puro. (De paso diré que siempre cabe sospechar del hombre virtuoso o de la mujer intachable; si él o ella se enfurece tanto por la conducta del cónyuge, con frecuencia él/ella es responsable de haberlo llevado por ese camino.) Propongo a Jorge que grite a su mujer o aporree unas almohadas con sus puños.
A veces es preciso que se hablen a gritos uno al otro para que alcancen así el grado de sensatez que les permitirá relacionarse en un nivel superior de enfren-tamiento, ese nivel en que Jorge, por ejemplo, podría expresar: “Como persona que siempre soñó con tener una aventura, me parece que realmente eres una descarada. Nunca me hubiese permitido a mí mismo semejante audacia”. No digo que siempre sea ésta la causa de la cólera en tales casos, pero existen buenas posibilidades de que lo sea. A menudo los consortes descuidados preparan una aventura para el marido o la mujer porque ellos mismos quieren tenerla, pero carecen del coraje necesario para intentarla. Entonces, cuando el cónyuge hace su escapada, pueden refugiarse en su propia virtud y proclamar el terrible pecado del otro, en vez de examinar cuidadosamente qué los llevó a tal situación.
Hace varios años tuve contacto con un dramático ejemplo de ese tipo de confabulación involuntaria. Una niña de 13 años había tenido trato sexual con su padre. La familia fue remitida a mí por el tribunal. La madre llevó al consultorio a la niña, Elisa. Mientras estaban en la sala de espera, las oí discutir a través de la puerta cerrada; parecían enamoradas que se disputan a un hombre. La información que reuní por lo que dijo cada miembro de la familia puede resumirse así: desde hacía tres meses la madre se rehusaba a tener trato sexual con el marido y un día en que éste y Elisa se hallaban en casa, ella decidió dejar a la precoz hija a solas con el esposo y salir. Cuando volvió, Elisa y el padre estaban en el dormitorio. Mientras Elisa pedía auxilio a gritos, la madre en el cuarto contiguo, hizo oídos sordos. Para completar la complejidad de esta situación, el padre tenía un CI por debajo de lo normal. Allí hubo una situación en que la madre, que tenía problemas sexuales, transfirió a la hija su responsabilidad conyugal con el marido. Elisa cargó con la culpa de la situación y el tribunal condenó al padre por su horrible conducta. Sin embargo, el esfuerzo cooperativo en este conflicto era evidente. Si los padres hubieran asumido sus problemas sexuales, así como sus sentimientos de inadecuación mutua, podría haberse evitado el incesto. Cuando los propios problemas se asumen abiertamente, hay menos probabilidad de enredarse en problemas graves con otra persona.
Cuando la pareja ha ventilado la ira que acumuló, puede empeñarse en un proceso más o menos ordenado de exploración, guiada por un terapeuta, de una situación delicada. A continuación presentamos un bosquejo de ese proceso y, después, una demostración de la forma en que funciona. La pareja somos yo mismo y mi mujer, Florencia.
- Cada persona elabora una lista de cualidades que la trastornan en su relación con la otra; por ejemplo, “tú eres mezquino” o “tú eres insensible”.
- Uno enfrenta al otro con ayuda de un ítem; por ejemplo, “tu insensibilidad realmente me ha molestado mucho”.
- El acusado declara la respuesta corporal suscitada en él por el enfrenta-miento; por ejemplo, “tengo los dientes y ios puños apretados y los músculos tensos”.
- Se acepta la acusación como punto de apoyo: el acusado efectúa cierto esfuerzo por admitir aquello que se le imputa; por ejemplo, “soy insensible cuando tu madre nos visita”, a lo que se agregan cuantos ejemplos sean posibles del comportamiento, en este caso “insensible”, para el otro.
- El acusador expresa aquello que él, o ella, ha escuchado decir al otro; por ejemplo, “tú me dijiste que. . .”. Esta etapa es crucial, pues cuando las parejas discuten rara vez se prestan atención uno al otro.
- El acusado expone en qué formas él o ella manifiesta por medio de sus actos la polaridad de aquello de que se lo acusa; por ejemplo, en qué formas él o ella demuestra que es sensible.
- El acusador declara qué ha escuchado decir al otro acerca de esas excepciones de la regla (y puede recordar al acusado puntos que se hayan olvidado).
- El acusador asume la propiedad de la proyección; por ejemplo, “como experta en insensibilidad, soy insensible contigo cuando bebes demasiado y cuando debo pasar demasiado tiempo con los niños”.
- El acusado informa sobre lo que él o ella ha oído.
- Cada persona revela sus sentimientos acerca del proceso por el que acaba de pasar.
El problema de Florencia con la grandiosidad de su marido (yo)
F.: Una de las cosas que me molesta es tu grandiosidad, en especial cuantío relatas cosas que has hecho o hablas sobre alguna de tus experiencias.
Yo: Cuando dijiste eso, lo sentí en mi pecho. Sentí una rigidez en mi pecho No respiré. Contuve el aliento mientras te escuchaba. Te oí decir que no te gusta mi grandiosidad, No te gusta cuando exagero o doy importancia a cosas que hago o hice. /.Exacto?
F.\ Que puedas haber experimentado, no necesariamente que hayas hecho Yo: Que pueda haber experimentado, /.exacto?
F.: Exacto.
Yo: Bueno, así lo había entendido. Lo que ahora quiero es averiguar si puedo dar con algunos ejemplos que permitan sustanciar lo que me dijiste.
Creo haber exagerado el éxito de mi padre como dentista. Creo haber exagerado o dramatizado en exceso algunas cosas que me sucedieron cuando vivía en Europa. Creo haber puesto demasiado énfasis en algunas de mis realizaciones; por ejemplo, todo lo que he escrito. Creo que dramatizo demasiado cuando refiero a mis amigos algo sucedido en mi familia, una discusión o algo relacionado con los hijos. Dramatizo excesivamente ante los chicos con la cantidad de dinero que gano. Creo que en el pasado —no recientemente superdramaticé mi experiencia sexual y mis hazañas en ese terreno. F.: Veamos si te escuché bien. Te oí decir que habías dramatizado en exceso tus experiencias en Europa. Que exageraste el éxito de tu padre como dentista. Y te oí decir que en el pasado, pero no recientemente, te habías laclado de tus proezas sexuales, y que habías exagerado delante de los niños cuánto dinero tenías. Te oí decir que habías exagerado o sobredra-matizado la cantidad de cosas que escribiste. No creo que sea verdad. Eso es algo ‘que no sentí. Yo: No me referí a mentiras. Hablé de dramatización. No soy un mentiroso F.: No, tampoco yo hablo de mentiras. Tú no has sobredramatizado lo que escribiste o
cuanto escribiste. No tengo esa impresión. Yo: Ahora te hablaré de algunas formas en que no me dramatizo a mí mismo ni lo hago con mis experiencias. Por ejemplo, en este mismo momento no me parece que yo sea muy dramático; en este mismo momento en que hablo contigo, tengo la impresión de estar “tocando con sordina”. Cuando atiendo a otros en terapia, la mayor parte del tiempo no sobre-dramatizo En ciertos momentos, cuando hay pequeños puntos culminantes, puedo recurrir a alguna expresión que suene a dramática, pero la mayor parte del tiempo estoy bastante tranquilo y sedado. No sobre-dramatizo ante otros cuánto los quiero a ti y a los chicos. Esto es importante. No sobredramatizo ante otros cuánto trabajo y en qué diversos modos vivo mi vida. Este es un concepto nuevo, una manera nueva de pensar sobre mí mismo, de modo que no se trata de que tenga respuestas prefabricadas para ti. En fin, no sobredramatizo ante nuestros amigos mis realizaciones, o mis sentimientos, o mis necesidades. Puedo limitarme a ser natural, a ser yo mismo. Pero esto no significa que no recurra a mi influencia ni que no tenga conciencia de mi poder. F: No es el poder o la influencia lo que me choca.
Yo: Es su cualidad teatral. Bueno, creo que a medida que maduro y tengo más conciencia de mí mismo, más sólido me siento por dentro y menos necesidad tengo de impartir fuerza a las cosas actuando teatralmente, de modo que, al fin de cuentas, me parece que en los diez últimos años he logrado tornarme más sólido También tengo mayor contacto con mi tristeza. Cuanta menos conciencia tengo de mis bravatas, más la tengo de mi tristeza. Me gustaría saber si me escuchaste. F.: Muy bien. Te escuché decir que, en este momento y aquí, no eres grandioso; eres muy natural. Que no eres grandioso acerca de la forma en que nos quieres a mí y a los niños. Te oí decir que no eres dramático ni grandioso cuando estás con tus amigos, que empleas tu poder y tu influencia, pero en la forma apropiada, no de manera teatral. No eres grandioso acerca de la diversidad de cosas que haces ni de la forma en que vives tu vida. ¿Qué más dijiste? Yo: Dije que me siento más sólido. Realmente me parece que me escuchaste Es tan agradable hablar de este problema en forma sana. Ahora quiero decirte en qué modos mi grandiosidad o mi dramaticidad me benefician, y en cuáles no. Tengo idea de que cuando estoy fuera de la ciudad, trabajando en un taller de terapia, hay una parte mía, mi grandiosidad, que me beneficia. Me siento capaz de cualquier cosa. Y en esas oportunidades, cuando experimento esa sensación de grandeza, o de teatralidad, hago algunas cosas muy creativas y algunas insólitas. Creo una atmosfera de vitalidad e interés para los que asisten a mis talleres. Otra cosa llamativa de mi teatralidad es que, en mi trabajo, tiendo a recurrir a la dramatización. He elaborado formas de trabajar con los sueños como experiencias dramáticas; me gusta emplear música y movimiento espontáneo, e improvisación junto con movimiento, y también otras formas. Para mí esto marcha mal cuando de algún modo hago mal las cosas o no sirvo para ellas. Entonces desconecto al otro, y el otro es importante para mí. No quiero desconectarlo. Y sospecho que a veces hago eso con mis amigos; a veces recargo mi dosis de dramatización. lo cual desconecta a los otros, y desconecto su creatividad y capacidad de innovar, porque yo. con mi excitación y mi drama y mi exageración, ocupo todo el espacio De modo que allí no me beneficia, porque no me permite tomar contacto más clara y plenamente con otros. Eso es lo que pasa. F.: Muy bien. Este es el punto donde necesito asumir la propiedad de las formas en que soy grandiosa, o exagero, o soy abiertamente dramática. Yo: O podrías asumir la propiedad de la forma en que no eres bastante grandiosa, vale decir, asumir la propiedad de toda la cuestión de la grandiosidad. F.: Una manera en que me parece que soy abiertamente dramática es la manera en que hablo de la escuela, por ejemplo, y todo lo que digo sobre mi actividad allí. Hago una enormidad de lo cansada y ocupada que estoy, de cuánto trabajo tengo allí y de todos estos terribles papeles, cuando por cierto tengo control sobre todo eso y puedo hacer con todo eso algo mejor que tanta alharaca, que ser tan dramática. Otra forma de ser grandiosa consiste en mi idea de que podría manejar el dinero mucho mejor, por ejemplo, que tú. No veo cómo podría manejarlo mejor. Yo: La verdad es que no sabes que yo lo haría peor que tú. F.: De acuerdo.
Yo: ¿Cuáles son algunas de las formas en que no eres bastante grandiosa? F: Tiendo a disminuir la mayor parte de lo que hago. Por ejemplo, el año pasado tenía algunos clientes con los que me iba muy bien y podía imaginarme diez razones distintas de mi éxito, en vez de admitir que el buen resultado se debía a lo que yo hacía con ellos. Pero tendía a decir: “Bueno, han de haber cambiado sus circunstancias”, o “se les presentó algo inesperado”, o algo por el estilo, que modificara todo el sentido en que la terapia marchaba, en vez de admitir que tenía influencia sobre ellos. De modo que bien puedo pensar más en mis méritos a ese respecto. Otra manera de no ser grandiosa consiste en no reconocerme suficiente mérito, por ej emplo, por la calidad de los trabajos que escribo.
Yo: Sí, te disminuyes bastante.
F.: Tengo una actitud de pedir excusas por lo que escribo. Aun después de haber recibido refuerzo exterior en el sentido de que son en verdad buenos trabajos, bien escritos, e informativos, y aun sabiendo que me han dejado enseñanzas, tiendo a disminuirlos. Tiendo a no ser grandiosa en el sentido de no ser bastante audaz; por ejemplo, para elegir ropas y decorados, no confío en mi audacia. Tiendo a no ser grandiosa al hablar de cosas que hice. Por ejemplo, en el Taller de Parejas no dije nada de lo que había hecho o del tipo de experiencia que tenía. Yo: En ese taller no compartiste las experiencias importantes que habías tenido. F.: O cualquier experiencia que tuviera en ese tipo de tarea. Y había tenido cierta experiencia que me permitía hacer la tarea en forma bastante competente. Fíjate incluso en la manera en que lo digo, “forma bastante competente”, cuando me parece que realmente tenía mucha competencia en esa labor. Incluso la simple manera en que pienso, o en que hablo al respecto, es un ejemplo de mi falta de grandiosidad. Tampoco soy grandiosa cuando pienso en lo competente que llegaré a ser. Tengo muchísimas dudas sobre mi competencia futura, en vez de pensar de modo muy positivo que, probablemente, con la experiencia y la destreza que adquiriré, llegaré a ser una terapeuta competente. Pero no lo veo así, y creo que necesito ser más grandiosa al respecto. Me resulta mucho más fácil pensar en las formas en que no soy grandiosa que en las formas en que soy grandiosa o abiertamente dramática. Yo: Muy bien, quiero estar seguro de que te escuché asumir la propiedad de tu grandiosidad. No recuerdo lo primero de todo que dijiste. ¿Lo recuerdas tú? F.: ¿Acerca de mi grandiosidad?
Yo: Te diré lo que recuerdo. Dijiste que eras grandiosa cuando pensabas en lo bien que manejarías el dinero en comparación conmigo. Dijiste que eras grandiosa en relación con la escuela, que haces mucha alharaca y dramatizas lo que debe hacerse, lo que necesitas hacer en la escuela. Por otro lado, subdramatizas y disminuyes las cosas que haces en la escuela y que haces bien, como escribir trabajos. Y también disminuyes las ropas que usas. En realidad, subdramatizas casi todo lo que haces. Dijiste que disminuyes la mayor parte de lo que haces. El otro día, en el taller, no dramatizaste cuan competente eres, ni cuánto sabes ni cuánto llevas realizado. F.: En la etapa introductoria, cuando se nos preguntó cuánto tiempo llevábamos en esa actividad y qué habíamos hecho, no dije nada. Quiero decir que si bien hice mi parte en el taller, no dije nada en la etapa introductoria. Yo: Tengo una curiosidad. ¿Te parece que cuanto más capaz eres de dramatizarte a ti misma y lo que haces, más cómoda te sientes con mi dramati-zación? ¿Piensas que esto podrá influir? F: Bueno, no se trata de que yo sienta necesariamente en forma distinta tu grandiosidad, sino más bien de que el equilibrio se modifica. Yo: ¿Qué quieres decir con eso de equilibrio?
F.: Bueno, tengo la impresión de que estás mejor asentado y no tienes necesidad de magnificar tanto. Lo que me molesta no es tanto la grandiosidad como la exageración. Y no veo que tú la necesites tanto. Y a medida que me siento mejor conmigo misma y con lo que puedo hacer y lo que hago, pienso que puedo ser un poco más audaz con la expresión de mi propia experiencia.
Yo: ¡ Incluso puedes exagerar a veces!
F.: Bueno, sí, incluso puedo exagerar.
Yo: Entonces, /.dónde estamos parados ahora?
F.: Me siento muy bien. Me parece que casi me gustaría trabajar así en torno de muchas cosas. También me doy cuenta de que he podido hacerlo con tres cosas que me molestan de ti y que tú no tuviste siquiera una oportunidad de hablar de las cosas mías que te molestan.
Yo: ¡Un momento, ya tendré mi oportunidad!
F.: ¿Qué te molesta de mí? ¿Qué sientes en este preciso momento?
Yo: Bueno, me parece que hemos desmantelado toda la idea de ser yo acusado por ti, o la sensación de que si tú me decías que algo te disgustaba, eso me iba a destruir, o nos iba a destruir a ambos. Me gusta que haya sucedido así. Me siento aliviado.
F.: Tienes razón. Tratar estos problemas ha sido para mí sumamente útil, porque, igual que otras veces, tampoco ahora me siento herida, y tampoco tengo la impresión de que tú te sentirás herido. Me parece que tú realmente me escuchaste y yo pude ser honesta contigo en relación con un tipo de experiencia muy delicado y en potencia explosivo. Aprecio de verdad esta manera de hacer frente a problemas que nos fastidian.
Yo: Antes de que termine la conversación, quiero poner en perspectiva todo lo dicho. A ti no te gusta mi grandiosidad. En parte, no te gusta porque te es desagradable, y porque con ella te pongo a distancia a ti y a otros.
F.: Al mismo tiempo, me disgusta porque yo misma me prohibo jactarme de mis propias realizaciones, o siquiera simplemente manifestarlas. Supongo que si yo pudiese tener un poco más de tu dramaticidad, me sentiría más satisfecha conmigo misma y menos resentida contigo.
Yo: Aprecio que me lo digas. En compensación, me propongo prestar más atención a mis propias exageraciones. Si yo no ocupo todo el cuarto con mis tonterías, tal vez tú puedas empezar a expresarte más libre y abiertamente.
F.: Tú no dices tonterías.
Yo: Ahí está, ¡exagerando de nuevo!
A muy poco de iniciada una relación, las parejas necesitan aprender métodos para enfrentar el “estancamiento”. Si acertásemos a enseñarles algunas técnicas básicas para luchar en forma creativa, podríamos salvar relaciones potencial-mente buenas que empiezan a deteriorarse. El modelo ofrecido líneas arriba representa un medio que permitiría enfrentar las acusaciones que se formularían uno al otro o las insatisfacciones recíprocas. Sus virtudes son obvias:
- Cada persona aprende a presentar un resentimiento;
- Cada una aprende a escuchar a la otra, en vez de ensayar de nuevo un libreto de represalias;
- Cada uno aprende a asumir la propiedad de sus propias proyecciones;
- Cada persona aprende a respetar tanto la experiencia del otro como su validación, sin perder por ello en propia estima;
- De tales discusiones no resulta una animosidad mayor; ambas partes tienen la sensación de que sus diferencias se integran.
La debilidad de este modelo reside en que, habitualmente, una pareja no puede aplicarlo en forma independiente, sin un “maestro”, un intermediario. Con frecuencia, cada persona actúa como si su vida misma estuviese en juego y tiende a contraatacar agresivamente o, tal vez, a desplomarse, sentirse herida y retirarse. Un intermediario puede, además, estimular la expresión de sentimientos sin peligro de que ella se torne destructiva. El maestro o terapeuta puede decir; “Muy bien, suficiente. Ya han descargado bastante presión e ido de un lado a otro sin llegar a ninguna pacte. /.Están dispuestos a intentar algo distinto? Les exigirá cierta disciplina, pero les resultará muy beneficioso”.
Permítaseme dar un ejemplo simple de estancamiento. José hace algo por lo que Marta se siente herida. Tal vez la única forma en que ella sabe curarse consiste en retirarse. Marta se va al dormitorio. Es hora de cenar y la comida está en el horno. José, sintiéndose culpable, sirve un plato, que le lleva a su mujer. Pide disculpas, pero Marta está enfurruñada. Entretanto, José permanece de pie con su “regalo”. Al no recibir respuesta de Marta, José arroja el plato de comida contra la pared y sale, sintiéndose deprimido. Terminan por no hablarse durante varios días.
Cuando las personas entran en conflicto unas con otras, producen la impresión de renunciar a casi todo su talento y creatividad. No piensan con claridad; dan golpes bajos, pierden la imaginación. Con toda seguridad, no apelan a su sentido del humor. Si uno de ellos acertara a ver algo cómico en medio del conflicto, las espadas perderían todo su filo. Los conflictos tienden a ser circulares; sus esquemas se repiten una y otra vez. La pareja salta a bordo de ese tiovivo y no sabe cómo bajar de allí. Con harta frecuencia no hay resolución, sino tregua. Lo que procuran algunas de estas técnicas es no sólo concluir una tregua, sino también llegar a una solución que sea creativamente novedosa. Una característica adicional del conflicto no creativo es su cualidad de que “uno pierde y otro gana”. Cuando uno de los socios pierde y el otro gana, quien pierde es la sociedad entre ambos. En la resolución de conflictos creativa, todos ganan.
El sentido del humor puede aprenderse tomando por caso un conflicto ya resuelto y conversando sobre la forma en que la pareja podría haber jugado con él, haberse divertido, en vez de ponerse tan serios y trastornarse tanto. Por ejemplo, Florencia podría empezar por fanfarronear acerca de mí, contándoles mentiras absurdas a los niños en la hora de cenar. Si yo me ubico donde me corresponde, me sumo a ella y contribuyo a sus historias. Por fin todos nos reímos de mis exageraciones y, al mismo tiempo, yo he aprendido mi lección. En el caso de José y Marta, imagino a José de pie allí con el plato de comida; de pronto empieza a cantar su aria favorita de La Bohéme, o a recitar a Marta un poema de amor. Ella se echa a reír. Roto el hielo, empiezan a conversar de su problema, lo que siempre tiene importancia, en todo caso, es no enmascarar los propios sentimientos y manifestar abiertamente la ira o la tristeza propia. La constante supresión de la ira tiene por consecuencia síntomas somáticos: problemas cardíacos, asma, dificultades estomacales, colitis, jaquecas. El recurso consiste en llevar una vida donde el control propio por un lado y la expresión por el otro, se equilibren. Es preciso respetar el propio ritmo interno.
Algunos de estos problemas pueden ilustrarse mediante una parte de una sesión que Florencia y yo tuvimos con una pareja joven. Nina, quien recientemente ha dado a luz a su segundo hijo, está resentida con su marido, Juan, por sus constantes requerimientos amorosos. Han acordado hacer el amor de mañana, cuando ambos se sienten frescos y descansados. El toma lo convenido en forma literal, en tanto que ella piensa en la mañana en términos amplios y la considera más valiosa si Juan se manifiesta demostrativo con sus sentimientos y su ternura.
Juan: Me parece que no tengo derecho a enojarme con una mujer y madre tan maravillosa y hermosa. Entonces su actitud me enloquece y prefiero retirarme, descorazonado, y volver a dormir.
Yo: En una discusión anterior se dio un buen ejemplo de que no había entendimiento realmente claro sobre qué significaba “mañana”. Creo que ustedes proceden muchas veces a partir de una información muy inadecuada sobre lo que el otro siente o piensa.
Juan: Mañana significa temprano.
Nina: Hubo veces en que ambos nos despertamos y estábamos descansados y lo pasamos muy bien.
Yo: La otra cosa que a mi juicio ustedes no han conseguido comprender, porque generalmente uno no piensa en esas cosas, es el hecho de que como ustedes dijeron que preferían hacer el amor de mañana, lo cual no significaba con exactitud a la mañana siguiente o cada mañana, había una especie de contrato en el sentido de que ustedes harían el amor todas las mañanas.
Juan (a Nina): Realmente no me pareció que alguna vez te resistieras. Nunca noté en ti sentimientos adversos, como de decirme “vete”. Si tu me hubieras dicho “vete”. . .
Nina: La verdad es que nunca lo dije porque deseaba acabar con ello lo antes posible.
Yo: Allí hay una tercera dificultad entre ustedes. Es la actitud pasivo-agresiva: “Haré lo que a él le guste y me lo sacaré de encima, pero me resentiré con él por habérmelo hecho”. Es una trampa.
Nina: Sí. Ya sé que yo lo hacía, y esto es precisamente lo que me ponía furiosa.
Yo: Con usted misma.
Nina: Sí, conmigo misma. Así empezó eso de sentirme “mala”.
Juan: En cuanto tú decías: “Mra qué desconsiderado eres, qué poco he dormido y ya estás tú allí, apremiándome”, yo inmediatamente me ponía furioso conmigo mismo por ser tan desconsiderado y requerirte cuando habías dormido tan poco. De modo que ése era el momento perfecto para armar el infieno, en vez de empezar a sentirme realmente mal conmigo mismo.
Yo: Así empiezan por lo general las peleas. Otra cosa sobre la cual ya hablamos es de su retirada como método de curación que perseguía dos fines. Uno, curarse a usted mismo, prestarse atención. El segundo era castigar a su mujer por ser tan quejosa con usted.
Juan: Sí, como diciéndole: “Ahora preocúpate tú por esto. Es tu problema. Siéntate tú a masticarlo como puedas”.
Yo: Pero si fuese algo tan simple como aplicarle un castigo, la cosa no sería tan grave. El problema es que también usted terminaba sintiéndose mal. No había manera de que no se sintiera mal.
Florencia: Sí, los dos se metían en formas distintas en la misma clase de doble compromiso. Usted, Juan, se retiraba y terminaba sintiéndose mal, y usted, Nina, hacía lo que no quería y también terminaba, de un modo u otro, sintiéndose mal.
Nina: Yo me retiro antes de que empiece la disputa y él se retira después.
Florencia: A mí me parece que ustedes no pelean; eso no es pelear.
Nina: Incluso ayer, tú te acercaste a mí y yo pensé que era ridículo, y entonces dejamos todo para después, y entonces yo me acerqué a ti y…
Juan: Y entonces yo me descorazoné. Hasta que por fin viniste a mí y me dijiste: “Estás triste por ti mismo”.
Yo: Y entonces usted reaccionó de mal modo.
Florencia: Y ella quiso contemporizar, pero ustedes en realidad no hicieron frente a las presiones que los habían llevado a la cuestión.
Juan: Algo que se me ocurrió hoy, una hora antes de empezar a trabajar, es que prestamos atención a lo que me hace sentirme mal. Sin embargo, no siempre me doy cuenta de qué es lo que me hace sentirme mal hasta que la situación ha pasado.
Florencia: Se diría que algo, de pronto, pone su malestar en marcha, no que usted empieza a sentirse mal a raíz de algo.
Juan: Sí, sólo después de estar un rato deprimido o descorazonado me doy cuenta de lo mal que me siento.
Nina: Yo diría que algo de mi problema se relaciona con mis quejas acerca de cosas que me fastidian, porque no hacen más que reforzar sus ideas de que ser un ama de casa es algo espantoso, y tener dos hijos algo atroz.
Florencia: El siente que tener dos hijos es demasiado, de cualquier modo.
Nina: Sí.
Yo: Digan de nuevo esa primera parte.
Nina (a Juan): Si yo me siento triste por mí misma no te lo digo; si estoy realmente cansada, o incluso si me quejo, no siento que vaya a recibir apoyo alguno de ti. (A mí y a Florencia.) Todo eso yo me lo trago; y después, cuando él pide algo de mí, me resulta demasiado, me desborda. De cualquier modo, a sus ojos lo que hago es inútil.
Yo: Tal como son las cosas entre ustedes, sólo hay sitio para una persona que se compadezca a sí misma, ¿no es así?
Nina: Sí, y también se supone que yo debo ser muy feliz porque, después de todo, quería ser ama de casa, y tener dos hijos, y una casa grande, de modo que cómo puedo ahora quejarme de eso. De modo que al quejarme me siento culpable. A todo esto, es probable que mucho de lo que sucede no haya sido creado por Juan de ningún modo, que sea influencia de mi madre.
Yo: ¿Por qué carga usted con el peso de venderle a Juan un párrafo de propaganda, además de los problemas reales que ustedes deben enfrentar como pareja?
Nina: Me parece que realmente estoy tratando de convencer a Juan de que es lindo tener dos hijos, lo cual en verdad es así, muchas veces, pero no siempre un picnic.
Yo: De modo que si usted hubiese sido capaz de abstenerse de convencer a Juan de cuan lindas son las cosas, usted podría haber sido capaz de decir: “Sí, ¿sabes una cosa? , a veces esta familia puede resultar verdaderamente insoportable. Estoy de acuerdo contigo”.
Florencia: En cambio, Nina, usted no deja de decirse a sí misma: “Debo apreciar lo que tengo. Quería esto y ahora tengo todo cuanto quería y debo sentirme bien todo el tiempo”.
Juan: Así ha de ser, porque nunca te escucho quejarte.
Nina: Ya lo sé. Yo: ¿Le gustaría empezar a practicar eso de quejarse?
Nina: Sospecho que todo. . . como esos ataques de nervios, realmente me trastornan, y sospecho que estoy empezando a resentirme por la tensión.
Florencia: Trate de no decir “sospecho”. Diga solamente: “Me resiento”.
Nina: Si, me resiente no dormir bastante. Me resiente sentirme presionada para parecer absolutamente espléndida. Me resiente preocuparme por tener o no tener suficiente leche de pecho porque traté de seguir una dieta. Me resiente sentirme presionada para que lleve una vida social normal y salga de casa cuando realmente no quiero hacerlo, o no poder salir de casa cuando de verdad quiero salir. Muy a menudo, cuando hemos hecho planes, en el momento de salir estoy cansada. Me resiente no ser capaz de compartir la alegría que dan los chicos cuando estoy pasando realmente un buen momento con ellos, sea porque Juan está afuera o porque no quiere tener nada que ver con ellos. Y me resiente que, en lo futuro, no vaya a intervenir en las cosas de los chicos, que simplemente me deje todo a mí.
Yo La resienten sus fantasías sobre lo que será el futuro.
Nina: Sí E incluso me resiente tenerlas, porque me hacen sentirme culpable.
Florencia: Usted tiene una buena lista de resentimientos, y además parece furiosa.
Nina: Pienso que eché a Juan la culpa de algunas de esas situaciones, como la de no dormir bastante.
Yo: ¿Le gustaría echarle en cara sus culpas? “Te considero responsable de esto, y esto, y esto.”
(Nina es tan simpática. Se guarda para sí misma tanta de su ira. Le estoy dando permiso para que exprese sus resentimientos e inculpe abierta, libre y directamente a Juan. Estoy dando a Nina seguridades en el sentido de que no continuará culpando y de que, en cambio, se mostrará francamente negativa antes de que pueda manifestar a Juan su amor y su verdadero interés.)
Nina: Te acuso de hacer que me sienta malhumorada y de hacerme perusal que mi deber es pasar contigo todo el tiempo que pueda y en consecuencia perder sueño. Y te acuso por exigirme tantas actividades. Y por no ofrecerte a tener un poco a los niños, por no hacerte un poco cargo de ellos y no fijarte siquiera en todo lo que yo hago. Y te acuso por haber estado neurótico durante las tres últimas semanas. Y por hacerme sentir que con dos niños el futuro será terrible. (A Florencia y a mí.) Parece que Juan todavía no se ha desplomado. Eso me hace sentirme bien.
Yo: ¿No tiene nada más? Si no lo recuerda, invéntelo. (Cuanto más lejos llegue la polaridad negativa, más plenamente podrá ella desarrollarse en un sentido positivo, amar a Juan.)
Nina: Te acuso por no apreciar qué lindos son los chicos. Y creo que te acuso por no apreciarme a mí, no ver lo linda y lo mona que soy.
Yo (a Juan): Vea si logra realimentar eso a Nina. Quiero estar seguro de que ella tiene conciencia de que usted puede escucharla. Juan: Me acusas de tener contigo exigencias que te impiden dormir. Me acusas por no hacerme cargo de los chicos. Me acusas de causar tus fantasías sobre lo difícil que nos será todo con dos chicos. Me acusas por no apreciar lo lindos que son. Y también para no gastar tiempo en ellos y no apreciar lo mona y linda que eres. .. (Su lista es bastante completa.)
Yo: Está muy bien. ¿Daría usted otro paso adelante, tomaría cada ítem por separado, para apoyarse en él y en las acusaciones de Nina? Digamos: “Me acusas de esto, y a la luz de tales y cuales experiencias puedo comprender cómo te sientes así”. Piense en cuántas cosas usted pueda recordar que den pie al enojo de Nina con usted. Esa es la parte que se escapa en la discusión, el apoyarse cada uno en la experiencia del otro. Juan: ¿Qué significa “apoyarse”? Florencia: Reconocer, admitir.
Juan: Mi primera reacción fue decir: “Sí, pero. . .”, y después pensé: “¿Qué estoy haciendo? “. Quiero darle a ella una oportunidad de decir qué es lo que resiente de mí. Yo puedo aprender algo de eso. Puedo ver por qué estás enojada desde los últimos dos meses con motivo de mis ataques de nervios (pues fue principalmente por mi estupidez que me puse así), y ésa es una reclamación legítima. Puedo ver por qué me acusas de hacer que te sientas gorda y fea. Es porque yo me salgo con observaciones torcidas en ese sentido. Puedo advertir el punto donde me acusas de no ver lo lindos y graciosos que son los chicos, porque a menudo no me fijo dónde están, ni te digo cuánto disfruto de todo lo bueno que me dan, por ejemplo cuando Elina me sonríe y Guillermo y yo jugamos. De eso nunca digo nada. Y puedo ver por qué me acusas de no hacer que te sientas linda y mona. Después, cuando te digo algo amable, probablemente ni lo oyes debido a mis anteriores observaciones retorcidas. Y soy muy exigente de tu tiempo. Y te apremio a hacer cosas.
Florencia (a Juan): ¿Cómo se siente así, reconociendo las quejas de Nina?
Juan: Es raro. No me sentí caído en una situación de ganar o perder, o en una de perder o perder. (A Nina.) Fue como si pudiera comprender tu punto de vista, y no me sentí pidiendo excusas por la forma en que actué. Simplemente ésa fue mi manera de actuar.
Yo: De modo que no se dio una situación de ganar o perder, o de perder o perder. Ambos tienen una idea de la validez de la propia experiencia. ¿Qué le parece a usted sentirse escuchada por Juan y recibir de él apoyo a sus sentimientos?
Nina: Es realmente algo distinto y me hace bien. Pero también me impacienta mucho, porque quiero hacer algo con eso. Me hace sentirme muy objetiva, muy como si dijera: “Y bien, si sabes lo que me sucede empecemos a corregirlo”.
Juan: Ese es el punto donde empiezo a sentirme muy mal. Justamente allí.
Nina: ¿Mi impaciencia por corregir las cosas?
Juan: Cuando tú dices: “Si sabes de qué se trata ¿por qué no haces algo? “.
Florencia: Se diría que Juan admite lo que usted le pide, pero usted, a su vez, no reconoce que a él, si bien sabe de qué se trata, le resulta difícil hacer algo.
Yo: Se necesitan dos para bailar. La corrección de esas cosas exige dar un paso más en el que los dos estén comprometidos. (A Nina.) Algo así como decir: “Muy bien, ahora que me siento escuchada por ti, enfrentemos esas cosas una por una e imaginemos una manera de resolverlas” Y también: “Tratemos de planear un modo de que te hagas cargo de los chicos una vez por semana sin sentirte resentido”.
Nina: Vea, eso también me da miedo. Porque incluso si yo he sido escuchada y él entiende los problemas, temo pedirle algo.
Florencia: ¿Qué es lo que la inhibe?
Yo: Cada vez que usted se abstiene de pedirle algo, le hace más difícil a el pedirle algo a usted en el futuro.
Florencia (a Nina): Pero, ¿qué le impide a usted dar ese paso? ¿Qué le impide decir: “Está bien, para mí es más cómodo o mejor que hagamos el amor por la mañana”? ¿Qué le impide a usted hablar, establecer alguna especie de intercambio más específico de información?
Nina: Llegados a este punto, con la información que hemos obtenido, y él entiende por qué digo esto, se diría que todo debería ser bastante fácil, pero sigue siendo difícil, porque en alguna parte de mi cabeza está la idea de que cuando ya se sabe algo, eso debe bastar por sí solo, no hace falta pedir nada más. Si él sabe qué es lo que me hará sentirme mejor, ¿por qué no lo hace? A mi padre no hubiese sido necesario pedírselo. El se hubiera preocupado por mí y hecho cualquier cosa necesaria para que me sintiera mejor.
Yo: ¡El viejo Edipo ha vuelto! Porque nadie la quiere a ella como el papito. ¡Nadie!
Juan: No quiero tener que medirme con la adoración y la eficacia de tu padre.
Florencia: Creo que, en este momento, lo importante es la cuestión: “Si él lo sabe, ¿cómo es que no actúa? “.
Nina: Sí. Todo lo que fuese bueno para mí era hecho, sin que tuviera que decir siquiera “hazlo”, o “quiero que lo hagas”. Bastaba que yo pusiera en evidencia mi necesidad, que yo supiera que la había puesto en evidencia, para ser satisfecha.
Yo: Y cuando así sucede es por cierto excelente. Conozco parejas que tienen el problema opuesto: entre ellas todo debe ser negociado y cada necesidad tiene que ser discutida. Para todo se concluye un mini-contrato, se efectúa una negociación.
Florencia: Así es. ¿Quieres comer espinaca esta noche, o prefieres coliflor? Esto lleva a un punto en que no se llega a ninguna decisión, por más energía que se gaste.
Yo: Uno, seguramente, da por sentadas muchas cosas con el otro. Da por sentado que el otro admite pequeños factores que a uno le proporcionan placer y alegría. Aun así, existen otras cosas que deben ser explícitas para obtener lo que se desea. No es posible leer en la mente del otro.
Florencia: No se puede ser totalmente insoportable ni totalmente buen compañero. Eso no es real. Pero también pienso que en esto se necesita habilidad.
Nina: Hasta cierto punto, cuando hago pedidos, es como si yo los hiciera, y él los aceptara y se desmoronara.
Yo: Desmoronarse es un reflejo condicionado. El puede aprender a no desmoronarse. En su repertorio de habilidades, una que le falta aprender es la de recibir de usted réplicas irónicas, y aprenderá aun otros tipos de habilidades. Una consistirá simplemente en responderle y, sin embargo, recibir de usted una réplica irónica por haber respondido: “Vaya, qué bien, he sido escuchada. Ven aquí, que te premiaré con un gran abrazo”. Provocar en ella una réplica irónica hace intervenir un nivel más alto del yo. que retirarse. Juan, usted obtendrá más en esa forma.
Nina: Ahora creo saber qué quiero escuchar de él. Juan, quiero que me digas que me apoyas, y que apruebas este intento mío por ser honesta y explícita contigo. Juan: ¿Qué quieres decir con eso? Florencia: Que usted no se dedicará a abrumarla.
Yo: Por ejemplo, cuando ella, ante sus requerimientos sexuales, le diga:
“Juan, no quise decir a las 4 y media de la mañana, sino a las 8”. Juan: O incluso “ahora no”. Sí, quiero apoyar su esfuerzo por ser honesta y explícita conmigo.
Nina: No me harás infernal la vida durante las 24 horas siguientes. No te dedicarás a atacarme sistemáticamente. Me siento terriblemente abandonada.
Juan: Yo te hiero un poco y te apoyo todo cuanto puedo.
Yo: Tengo un par de trabajos para ustedes, para hacer en casa. Juan, me gustaría que, algún día de la semana, usted hiciese con Nina lo que Nina acaba de hacer con usted. Ya lo sabe. Enuncíele su lista de resentimientos y verifique si esa vez ella es capaz de escucharlo. Además, trate de que Nina se apoye en la acusación y convalide sus sentimientos. El otro trabajo a domicilio es para usted.
Nina. Me gustaría que usted se hiciera cargo otra vez de la relación sexual. Que usted tomara la iniciativa y obtuviera para usted lo que realmente quiere y cuando lo quiere.
Creo que muchas relaciones positivas -matrimonios, amistades, interacciones entre empleador y empleado, asociaciones comerciales y, en general, cualquier conjunto de dos personas- pueden salvarse si se enseña a la gente cómo disputar creativamente. En la mayor parte de los casos, las personas están tan interesadas por defender su estima y su necesidad de obrar bien, que sacrifican importantes relaciones en aras del “orgullo”.
Con harta frecuencia, hay parejas que conviven sin haber aprendido nunca la utilidad de los desacuerdos. Provienen de padres que los protegían contra los “malos sentimientos” discutiendo por la noche en voz baja, tras las puertas cerradas del dormitorio, mientras los hijos dormían. (Las rencillas domésticas han sido uno de los principales tabúes de la clase media.) Los niños carecían de un modelo al que responder; incluso los malos modelos son útiles, porque se los puede rechazar, modelar, modificar.
Existe un impedimento similar que puede observarse en escala más amplia. Tal como las parejas “juegan al hogar” y actúan cortésmente, los abogados de las empresas cambian amabilidades con los representantes sindicales y los recintos parlamentarios se llenan de retórica formal mientras los problemas del hombre de la calle siguen sin solución. En la escala más amplia de todas, las naciones se embarcan en negociaciones amables mientras traman aniquilarse unas a otras. Los ejemplos que la historia mundial brinda de ello son demasiados -y demasiado patentes- para que los mencione aquí.
Si lográramos elaborar un modelo bastante completo y sin embargo simple de resolución creativa de conflicto, podríamos enseñar a los pequeños cómo deben disputar en el aula. Podríamos instruir a los estudiantes secundarios en los métodos adecuados para discrepar en forma constructiva con sus docentes, padres y amigos. Hasta imagino a cada diputado, senador, presidente o diplomático, inscrito en un taller para trabajar en torno del conflicto antes de asumir sus funciones y de consagrar su actividad cotidiana a las tonterías inútiles y formalizadas de la rutina. ¿Cómo saberlo? Después de todo, tal vez tuviésemos un mundo mejor.
Datos para citar este artículo:
Zinker, Joseph Chaim. (2016). Polaridades y conflictos. Boletín de Consultorio Psicológico Condesa, 9(1). https://psicologos.mx/polaridades-y-conflictos/.
Deja un comentario